El último capítulo que proponemos para meditar esta Cuaresma se titula “Miedo al cambio” y está tomado, como los anteriores, del libro “No tengas miedo a perdonar”. “La confesión si se hace con un ápice de sinceridad obliga a un cambio, a una reparación, a una vida nueva”, dice el padre Luis Dri en estas páginas: “Pero no hay que poner el acento en la propia capacidad de resurgir, de enmendarse de las debilidades mortales que nos aquejan”.
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(Alver Metalli-Andrea Tornielli) Algunos afirman que hoy se ha reducido la conciencia del pecado. No tengo pruebas definitivas en ese sentido. A lo largo de casi un siglo que llevo de vida y en más de cincuenta años como confesor, creo que la consciencia de lo que está mal sigue estando presente, persiste como una base natural de la conciencia del hombre, que sabe cuándo se hace un daño o se comete una injusticia, con él mismo o con los demás. La conciencia no se engaña, el bien y el mal se perciben como tales a menos que la persona tenga una alteración patológica que necesita más un especialista que un confesor.
Diría más bien que hay un acostumbramiento a obrar mal, un hábito de no oponerse a él que termina dándole espacio. La conciencia personal comprende que está mal, pero se tolera la repetición, no hay lucidez suficiente para juzgar el mal y alejarse de él. Lo que falta es más bien una energía que comprometa la persona a cambiar ella misma.
Sé –porque me lo dicen directamente – que hay personas que deciden confesarse después de mucho tiempo. Años y años, incluso décadas. Me cuentan que vinieron a la iglesia, que vieron la luz del confesonario encendida, pero que no llegaron al punto de acercarse y arrodillarse delante del confesor. Me doy cuenta de que fundamentalmente tienen miedo de cambiar o aunque más no sea de hacer el propósito de no repetir lo que hicieron y que era algo malo para ellos mismos y para los demás.
Asocian el pecado con el hecho de que deben cambiar, mientras lo confiesan y después que se confesaron, y precisamente eso es lo que da miedo. Y es justo que sea así. Después, un día esas personas ven la luz encendida y se deciden, dan el paso, vienen a confesarse. Yo les pregunto por qué tardaron tanto.
«Tenía miedo» me responden.
«¿Miedo de qué? ¿Del sacerdote?».
«No, no, miedo de tener que cambiar».
Tal vez no lo dicen de esa manera, con esas mismas palabras, pero detrás está el miedo al cambio, con el que saben que deben confrontarse. La confesión, si se hace con una pizca de sinceridad, obliga a una reparación, a una vida nueva.
Cuando hablo del miedo de confesarse por el cambio implícito que ese acto requiere, hablo también de un escepticismo con respecto a ellos mismos, a su propia capacidad para comenzar un determinado camino, porque desconfían de que realmente ellos puedan hacer un cambio y sean capaces de ponerlo en práctica. ¡Cuánta razón tiene el Papa Francisco cuando afirma que nosotros pensamos que es imposible que nos rescaten de nuestro error, que haya un abrazo que nos perdone! Pero justamente eso es lo que hace Dios. Él empieza a involucrarse con el hombre con un gesto de piedad. La relación de Dios con el hombre comienza con un movimiento de compasión: no solo con nosotros en forma individual, sino con todo su pueblo, como nos demuestra la historia de salvación que leemos en la Biblia. Vemos que en varios momentos de la historia Dios reprocha al pueblo de Israel por sus rebeliones y vuelve a ofrecerle una alianza, incluso después que éste se ha olvidado de él. El pueblo cambia a Dios por falsos ídolos, pero Dios no lo abandona a la esclavitud en la que siempre termina cayendo.
Por eso no hay que poner el acento en la propia capacidad de superación, de enmendar las debilidades mortales que nos afligen. Insisto mucho en que el sacramento no es solo perdonar el pecado y dejar librado al pecador a su capacidad para levantarse. El Espíritu Santo actúa efectivamente en el sacramento, aumentando la gracia que refuerza la voluntad de ser cada vez más fiel al Señor, que da la fuerza para seguir luchando con entusiasmo y alegría contra las debilidades mortales que sufrimos por el pecado original y que nunca podremos sacarnos de encima para siempre.
En la exhortación por el Año de la Misericordia el Papa también lo dice: «¡Muchas veces qué difícil es perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices».
Los anteriores capítulos
Misericordia, un muro contra los males sociales