Una historia totalmente argentina en este relato noir. Sobre un desaparecido y su verdugo que se encuentran por casualidad cuarenta y cinco años después en una estación de servicio. Para quienes deseen leer el libro de relatos del que procede, el título es Cuentos periféricos.
(Alver Metalli) La noticia en sí no era de esas que a primera vista ocultan más de lo que muestran y que desafían al que se entera a emprender una búsqueda obstinada bajo el velo de las apariencias. Las circunstancias del hecho de sangre estaban relatadas de manera concisa, es cierto, pero aun así las dos medias columnas encabezadas por el título distribuido en dos líneas contenía todo lo que un público apresurado – y atraído por crónicas dramáticas – debía saber. Debo entonces a un extraño presentimiento el haber tomado la decisión de excavar en esas pocas líneas del diario que registraban el hecho.
El texto hablaba sobre un hombre de sesenta años con un breve pasado militar que había matado a otro quince años más joven. Todo lo cual se encontraba en la sección policial del diario, moderadamente destacado. Lo curioso de la situación era que el muerto figuraba en la lista de desaparecidos durante los años del gobierno militar. El primero, el asesino, había disparado al segundo, la víctima, dos tiros en la cabeza a corta distancia. Una ejecución con todas las letras, evidentemente, que no dejaba mucho margen para interpretaciones de otro tipo.
Hasta aquí, la escueta presentación de los hechos.
Lo que no decían los diarios de ese día – tres de ellos referían la noticia, con pocas variantes entre uno y otro – era evidentemente mucho más elocuente que lo que habían publicado. Pero no tanto como mi informante, y yo junto con él, pudimos constatar apenas empezamos a escarbar bajo la superficie de la noticia de crónica negra.
Mi informante era un tipo huesudo y de rostro afilado, afligido, se hubiera dicho, por algún recóndito sufrimiento, pero esa impresión se contradecía apenas empezaba a hablar de manera común y corriente y hasta un poco superficial, como suele ocurrir en el ámbito castrense. A él debo el acceso al expediente que el juez de instrucción había llevado adelante de oficio, como es el procedimiento normal en estos casos, recopilando los antecedentes del asesino y de la víctima, junto con las declaraciones de familiares y testigos. Noté entonces que el asesino en cuestión resultaba ser un oficial de baja graduación en la época de la lucha contra la subversión en la Argentina de los militares.
De su declaración, bastante desordenada, resultaba claro que debía haber participado en algún arresto de tercera línea, de esos que empezaban y terminaban en el tiempo transcurrido entre la captura del sospechoso en su domicilio y el traslado del mismo a un lugar determinado, generalmente un cuartel o alguna unidad del ejército o la marina equipada para tareas represivas. Los interrogatorios evidentemente eran una de ellas y, como es sabido, no siempre quien era sometido a estos procedimientos salía incólume. La víctima, por su parte, trabajaba como empleado de una estación de servicio en León Suárez, una localidad de la periferia de Buenos Aires que se encuentra fuera del anillo formado por la gran arteria de circunvalación llamada General Paz. En fin, un sujeto que estaba lejos de gozar de una buena posición económica, considerando que convivía con una joven y la hija de ella, a la cual se había sumado un varoncito de dos años nacido, casualmente, en la misma fecha del asesinato.
Hasta aquí – como se puede ver – estamos en presencia de una acumulación de detalles y circunstancias que se pueden encontrar en cualquier informe policial de este tipo.
El hecho notable, eso sí, es que ambos, el asesino y la víctima, se habían conocido en un momento anterior de su vida. Fue ese detalle, lo confieso, lo que catalizó mi atención con una fuerza interna de coerción que no puedo explicar racionalmente. La necesidad de saber más se volvió urgente con el paso de las horas, hasta que desbordó de manera incontenible tras una noche de insomnio que pasé dándole vueltas a todo lo que había leído. Ahora que he descubierto lo que voy a contar, puedo decir que no tuve otro mérito que haber obedecido a un oscuro presentimiento y a una cierta obstinación que desde hace años me acompaña en el oficio de cronista.
Aquel amanecer de veintiocho años antes, el empleado de la estación de servicio tenía dieciocho años y era alumno de la Facultad de Sociología de la Universidad de Buenos Aires. El ex militar que participó en el arresto en la calle Bernardo O’Higgins, en el barrio de Belgrano, tenía treinta y dos y no era nada entusiasta de la misión que le habían asignado sus superiores. La cumplió con un oficial más experimentado y de mayor rango, Flavio Maniero, a quien debo la información que voy a reportar.
Arrestaron al joven en la puerta de su casa cuando volvía de la universidad, empujándolo sin mucha ceremonia dentro de un Falcon, y lo llevaron al lugar convenido, donde quedó en custodia de otros militares. A partir de ese momento las dos vidas, la del secuestrado y la del secuestrador se separaron y no volvieron a cruzarse jamás.
Antes de ahora, obviamente.
Como se puede ver en estas notas sumarias, el remoto punto de intersección entre la víctima y su carcelero tiene la exigua circunferencia de unas pocas horas, el tiempo que le llevó al cabo José Bentos Benavidez y su camarada Fernando Lagos Iribarne transferir al estudiante Alejandro Ruiz Patrone a las instalaciones del segundo cuerpo de artillería ligera conocido como Cadetes Héroes del Chaco.
Alejandro Ruiz Patrone, el secuestrado, sobrevivió a la terrible represión de aquellos meses, a diferencia de muchos otros coetáneos que desaparecieron de sus domicilios sin dejar rastros. La dictadura cayó ignominiosamente después de la guerra contra Inglaterra por un puñado de islas en el extremo sur del continente americano, la democracia volvió a regir los destinos de la Argentina, el cabo Benavidez abandonó el servicio activo en el ejército y no se supo nada más de él. Ningún militar con ese nombre quedó bajo los reflectores de la justicia democrática y tampoco en los años posteriores fue llamado a responder por violaciones o excesos de ningún tipo, a diferencia, también en este caso, de muchos camaradas de Benavidez que terminaron en el banquillo de los acusados por crímenes contra la humanidad. Probablemente el bajo rango que había tenido en el ejército de la dictadura, y el escaso número de misiones que llevó a cabo, favorecieron su regreso a una vida retirada, marcada por el anonimato.
¿Qué pudo haber ocurrido entonces? ¿Por qué el verdugo, José Bentos Benavidez, irrumpió nuevamente en la vida de la víctima, Alejandro Ruiz Patrone? ¿Por qué el ex cabo, después de tanto tiempo, llevó a cabo una acción que veintiocho años antes parecía horrorizarlo? ¿Y por qué los jueces consideraron suficiente la confesión de José Bentos Benavidez, que acusó al empleado de la estación de servicio Ruiz Patrone de intentar asaltarlo y por lo tanto de haberse defendido de su agresión? ¿Por qué los investigadores no consideraron necesario profundizar en el pasado de los dos sujetos?
Evidentemente porque las piezas de la investigación encajaban entre sí con una buena lógica, lo que hacía considerar superfluo seguir indagando, lo que para la justicia siempre es un derroche de dinero público y de recursos humanos. Las conclusiones señalaban que el playero estaba armado con un viejo colt de fabricación brasileña, que aferraba el reloj del presunto damnificado, que eran la diez y veintisiete de la noche y el lugar estaba aislado, que estaba atravesando un mal momento debido a las deudas contraídas con usureros inescrupulosos. Si a ello se suma que un caso resuelto es un título de mérito para un tribunal judicial y un problema menos para la institución que lo inicia, se puede concluir que Alejandro Ruiz Patrone no tenía escapatoria y la verdad pocas posibilidades de triunfar.
Pero si los investigadores hubieran escuchado al oficial actualmente retirado Flavio Maniero, y más aún al sacerdote que recibió la confesión del asesino antes de cometerlo, hubieran sabido que este había pasado las semanas previas al crimen en un estado de verdadero pánico. El sacerdote Francisco Ignacio Salvatierra, a quien visité en dos oportunidades diferentes en la iglesia de su parroquia, fue muy claro en ese punto: «el señor Benavidez, un buen cristiano, habló en su confesión de cosas que lo atormentaban, cosas que a veces no estaban relacionadas entre sí, pero que tenían que ver con su pasado en el ejército de la Junta de facto. Tenía miedo, un miedo que hacía todo confuso e incomprensible para alguien como yo que no está familiarizado con el ambiente militar».
¿Miedo de qué? ¿Y qué relación podía haber entre las angustias del ex militar y el empleado de la estación de servicio?
El padre Salvatierra aseguró que su parroquiano estaba aterrorizado de que uno de los pocos sujetos que había arrestado cuando vestía el uniforme pudiera reconocerlo y arrastrarlo ante la justicia por delitos relacionados con el pasado régimen militar. José Bento Benavides no podía dormir de noche, recurría a dosis cada vez más fuertes de psicofármacos y sedantes, faltaba al trabajo con frecuencia, deambulaba por las afueras de Buenos Aires como un vagabundo, hacía y deshacía planes para ocultarse. Nunca había tocado las bebidas alcohólicas, pero en los últimos meses compraba y consumía una cantidad considerable y a veces lo acompañaban a la parroquia en condiciones verdaderamente lamentables.
Las posibilidades de que pudiera encontrarse con Alejandro Ruiz Patrone eran realmente muy bajas, prácticamente nulas en una metrópolis de diez millones de habitantes; pero eso no era suficiente para tranquilizar a nuestro hombre.
El sacerdote me informó con todo detalle sobre los proyectos que se agitaban en la mente enfebrecida del ex militar, desde la idea de emigrar a otro país – había pensado primero en México, en el mismo continente, y después en España – hasta someterse a una dolorosa y costosa cirugía facial con un profesional cuyo silencio hubiera debido comprar – algunos bocetos que se encontraron en un cajón de su escritorio ilustraban la transformación.
Hasta la última y más económica solución: completar el trabajo que había empezado aquel lejano 1977.