Las respuestas que ofrezco a continuación corresponden a una entrevista que me hizo la profesora y poetisa argentina Alicia Saliva en 2001. Vale decir, hace mucho tiempo. Estaba por aparecer en España mi primera novela, La herencia de Madama, y le pidieron a Alicia que escribiera el prólogo de la edición en español. Me hizo algunas preguntas para prepararlo y de ello resultó la entrevista. A veinte años de distancia las suscribo plenamente y vuelvo a proponerlas en este blog que recoge muchas cosas que vinieron después.
¿Qué piensas del binomio periodismo-literatura? ¿En qué se diferencian y dónde convergen las dos palabras?
Te respondo como periodista precoz y escritor tardío. Publiqué los primeros artículos a los 19 años y escribí una novela a los 49. En el medio hay 30 años. Para volver sobre tu pregunta, puedo decir que la exigencia que implica es la misma en ambos casos: dar cuenta de la realidad. En el primer caso, como periodista, de esa parte de la realidad que de tanto en tanto se impone en la crónica y a la que, entonces, uno debe acercarse por razones profesionales. En el segundo caso, dar cuenta de esa parte de la realidad que libremente repercute en la conciencia de una persona.
La cuestión es que la realidad de ninguna manera es “fotográfica”. La porción de mundo que de tanto en tanto impresiona la retina flota en un océano de nexos, de antecedentes, de referencias… de significado, para usar una sola palabra. Por eso, para tocar la realidad hay que transfigurarla, es decir, verla en la totalidad de su figura, en una unidad de forma y significado. Creo que en el escritor está más afinada la capacidad de transfigurar la realidad, para conocerla y hablar de ella, o, para decirlo de otra manera, en el escritor se desarrolla una dimensión más acorde con la realidad.
Un famoso escritor libanés, Amin Malouf, dice que, para conocer el mundo, sobre todo hay que escucharlo. De esa manera señala cuál es la actitud fundamental que caracteriza una aproximación seria a la realidad. El escritor es alguien que escucha mucho y que observa mucho.
¿Hubo algún hecho – o más de uno – que te impulsó a pasar del periodismo a escribir novelas?
Más que pasar, yo diría que por el momento mantengo un pie en cada estribo: el de periodista y el de aspirante a escritor. De todas maneras, en cierto sentido sí, también fue un paso que di cuando descubrí la superioridad de la narración para dar razón de la realidad. En el fondo, era y sigue siendo la misma aspiración que está detrás del trabajo periodístico. Y también puedo traducir la palabra “descubrimiento” como el momento de obediencia a un impulso o presión interior, la presión de muchas imágenes que me impactaron en años de viajes, de atisbos de humanidad que capté de tanto en tanto, de bellezas contempladas, de chispazos de verdad que me maravillaron, de dramas compartidos…Comencé a escribir la primera novela para dar cauce a esa presión.
A partir de ese momento no pude dejar de escribir historias, de inventar tramas, de perfilar personajes, de asimilar detalles de la realidad para transfigurarlos en función de una narración. Con furor; no hay otra palabra para describir la tenacidad cotidiana con la que me dedicaba a escribir.
El proceso de la creación. En un mail me dijiste que la creación es como un parto…
Es un parto en todos los sentidos. En un primer momento se acusa el impacto de la realidad – un fragmento de humanidad entrevisto dentro de su propio contexto – luego, poco a poco, se va ganando confianza con los personajes. Empiezas a frecuentarlos, los descubres, piensas en ellos. Progresivamente adquieren espesor, un rostro, actúan, se convierten en un “tú”. Se requiere tiempo para que un personaje se vuelva familiar. Incluso años. Por lo tanto, para seguir con la metáfora de la creación como un parto, hay una fecundación, una gestación, un nacimiento y una vida que se desarrolla.
¿Qué esperas de los lectores? ¿Alguna vez has reflexionado sobre eso?
El mejor elogio que me hicieron fue de un amigo que leyó “La herencia de Madama” (2001) y me dijo que, en ciertos sentimientos, en ciertos atisbos de humanidad, en ciertos personajes, él se sentía reflejado. La lectura de una novela tiene algo de encuentro, en el sentido fuerte de la palabra, incluso dramático. Me explico: ¿uno puede verse reflejado en una persona? Sí, si en esa persona vibran todas esas cosas que en los momentos de mayor lucidez –o conciencia, si se prefiere- consideramos deseables, justas, bellas. Entonces uno se ve reflejado en esa persona y puede ver claramente, más claramente que en cualquier espejo, lo mejor de uno mismo y también –por qué no- lo peor, pero sin angustia. La cuestión es que es raro encontrar una persona así, mucho más que el amor de una mujer. Más aún: es rarísimo. Quizás se encuentran dos o tres en la vida, si uno tiene mucha suerte. Cada vida vivida, en el curso de su parábola –al principio, en el medio, al final, en un punto cualquiera del arco- en un determinado momento, se encuentra con una persona en la cual se puede ver reflejada. Sucede cuando uno menos lo espera, tanto si está tenso como la cuerda de un arco, como si está flojo y descuidado en su manera de vivir. Por desgraciada que pueda ser una existencia, nunca se ve privada de la luz de personas así. No hay peligro de no reconocerlas. Sencillamente se las mira y uno se ve reflejado. Si no se produjeran estos encuentros sería imposible saber qué es la esperanza. La vida misma, sin ellos, tendría el perímetro de nuestras capacidades espirituales, y por muy ricas que estas fueran en abundantes dotes naturales, no dejarían de ser limitadas y sofocantes.
Cuando digo que en una buena novela uno se ve reflejado, quiero decir exactamente eso. Es “buena” en la medida en que –en algunos momentos, en algunos personajes- nos permite vernos reflejados.
Decías que hay momentos en la escritura de un libro en que los personajes se convierten en un “tú”, y tú vas detrás de ellos…
Escribir es siempre una experiencia trabajosa. Es un introducirse a tientas en algo que no nos pertenece: la realidad, precisamente. Dentro del esfuerzo que requiere la escritura, hay momentos de satisfacción, por ejemplo, cuando un personaje tiene suficiente vida como para vivir por sí mismo. Entonces es él quien “toma las riendas” – si se puede decir así -, camina, actúa, empuja en una dirección. En esos raros momentos, el que escribe lo sigue. Esos son los momentos literariamente más logrados.
Una cosa más sobre la escritura. ¿Te produce satisfacción, te libera?
Te confieso que escribo con un sentimiento de culpa. A veces escribir me parece una deserción de la batalla cotidiana. Todavía no he resuelto ese punto y tengo que trabajarlo. En la pantalla de la computadora escribí esta frase: “… por eso la vocación se nos da como un grito de batalla…”. La siento verdadera, vibrante de tarea, exigente de responsabilidad; es una expresión que implica un constante deseo de bien.
En el fondo, creo que escribir no cambia nada; que es un lujo en estos tiempos en que reina la barbarie, en que la humanidad se marchita como una planta tocada por el desierto que avanza. Antes de ver ese efecto con mis propios ojos (en Senegal) imaginaba el avance del desierto como una línea de sombra que se desplazaba hacia adelante con un movimiento lento e inexorable, tan lento que uno sólo podía advertirlo mirando los arbustos que se marchitaban. En realidad el desierto deja intactas por un tiempo todas las cosas. Siguen siendo verdes pero ya no están vivas, pertenecen al desierto.
A veces me parece que escribir es registrar la línea que avanza, sin tratar de detener su avance. Quizás sea una cuestión de medida, de cantidad, de repartir sabiamente el tiempo entre la acción y la visión. Pero no sé. Quisiera que pudieran decir que escribo novelas porque vivo, no porque he vivido.
Flannery O’Connor confesó que se puso furioso cuando escuchó decir que escribir narrativa es escapar de la realidad. Por el contrario, él afirma que es una zambullida en la realidad, «una zambullida tan carnal que hasta puede ser traumática para el organismo. Si el novelista no está sostenido por la esperanza de hacer dinero, por lo menos debe estar sostenido por la esperanza de redención, de lo contrario no sobrevive a la prueba. El que no tiene esperanza, no sólo no escribe novelas sino que –lo más importante – tampoco las lee».
Lo que dice es cierto, pero su argumento no responde al problema del que hablé antes. La esperanza de redención, por lo menos en un determinado momento, se vuelve súplica a quien pueda concederla. Entonces escribir y rezar deberían coincidir. ¿Se puede decir que mientras uno escribe está sucediendo algo? Si la respuesta es afirmativa, entonces sí, el sentimiento de culpa es injustificado.
(Traducción del italiano de Inés Gímenez Pecci)