(Alver Metalli) Un lindo personaje, el profesor Capirosso, emiliano de Carpi. Lo había reconocido sin dificultad en medio de la multitud de la peatonal vestida de Navidad. Ochenta años de candor paseando por la avenida Alameda con elegante dignidad. Había cambiado, sin duda. Los años le habían arrugado la cara, adelgazado un poco las mejillas, aflojado la piel bajo el mentón, arqueado hacia abajo las comisuras del labio inferior. Pero el mechón de pelo era el mismo de siempre, inconfundible y gracioso. Arrancaba en el centro de la frente sin caer hacia adelante sobre el rostro, como hubiera sido normal en un mechón de pelo común y corriente. Pero en el profesor permanecía así, vibrante y rígido como el índice de un centinela apuntando al horizonte.
Nos saludamos con exagerada jovialidad, como dos viejos y queridos amigos separados por un alejamiento demasiado prolongado, dejando que los recuerdos pulsaran bajo la superficie del abrazo. El momento, aquel encuentro inesperado en tierra extranjera, era de los que reclamaban a viva voz una continuación. Resultó completamente natural la invitación que le hice de trasladarnos a un lugar que conocía, más apropiado a las circunstancias, un local famoso por su carne mechada, cerca del Palacio de la Moneda.
–La comemos en las provincias frías de Chile y da energías para todo el día –le dije sin que hubiera necesidad de convencerlo.
–Es precisamente lo que hace falta en un día como hoy–, me contestó con el buen humor que siempre me había resultado tan agradable en él. En efecto, hacía mucho frío, y el cielo plomizo anunciaba nieve.
Abandonamos la Alameda llena de gente del sábado al mediodía y caminamos por Rivadavia y San Martín, en dirección a la catedral metropolitana. El profesor llenó el trayecto con la descripción de Concepción, donde hacía más o menos treinta años que vivía. Una ciudad encantadora –me aseguró–; la frontera de los chilenos en la marcha hacia el sur, la Patagonia, la Tierra del Fuego, algo así como el far west para los americanos del norte. Luchas sin fin con los indígenas de la zona, los mapuches, ¡guerreros formidables los mapuches! Trescientos años tardaron en pacificarlos, más que los estadounidenses a los suyos, me informó con el hábito del historiador. “Los españoles construían ciudades y los indios las destruían.” Un pueblo orgulloso los mapuches, comentó con admiración. Cuando ellos no las arrasaban, lo hacían los terremotos y maremotos. El profesor Capirosso había visto varios, de esos bien fuertes que sacuden personas y cosas, y a uno lo había sufrido en carne propia, cuando le derrumbó un balcón que por suerte se encontraba en el primer piso. A todos los cataclismos había sobrevivido imponiendo sobre las inclemencias de la naturaleza su indómita voluntad de afirmar el bien, la belleza y la bondad de la creación humana con la educación, a la cual se dedicaba con la pasión de un religioso.
Ya en la plaza le pregunté si en algún momento había abandonado la enseñanza.
La dejó, sí, porque le llegó la edad de jubilarse, me contestó; pero después el consejo académico de la universidad le había dado permiso para seguir un tiempo más con las clases y postergar el alejamiento de la cátedra. Agregó que no se sentía decrépito y que la enseñanza era su vida, su misión en el mundo. Yo no tenía dudas sobre lo que acababa de decir, ya que había asistido a sus clases de Física en la Universidad de Boloña cuando todavía vivía en la capital de la región italiana de Emilia-Romaña.
Llegamos a Don Pascual veinte minutos después. Entramos y ocupamos una mesa cerca de la vidriera. La conversación se hizo más profunda apenas terminamos de estudiar el menú y ordenamos el primer plato a un eficiente camarero. El ofrecimiento de una cátedra, el viaje a Chile, la universidad, la masonería. En Concepción la masonería siempre se sintió en su casa, aclaró para prevenir alguna crítica que en realidad no tenía ninguna intención de hacerle. La de rito francés desembarcó en Valparaíso, el principal puerto sobre el Pacífico, a mediados del ochocientos. Junto con inmigrantes en busca de trabajo y perseguidos políticos que huían de Europa, agregó con la puntillosidad del catedrático. Se nacionalizó algunos años después, separándose del Gran Oriente de Francia. Y a principios de siglo un grupo de masones de la Gran Logia Paz y Concordia empezó a recaudar fondos para transformar el colegio secundario de la ciudad en un centro académico de estudios superiores. Poco tiempo después, el ateneo abrió sus puertas.
Se sirvió un vaso de vino tinto de La Serena y bebió un sorbo con moderación.
Aquí había terminado el profesor Capirosso, militante de la Acción Católica italiana en los tiempos de Gedda y la dirección espiritual del padre Grandi. La suya era una familia de católicos, todos observantes; dos hermanos muertos en la guerra, una hermana que vestía los hábitos de las carmelitas. Sonrió al recordar a Pippo, la pequeña avioneta sobrevolaba los pueblos de Emilia y arrojaba minúsculas bombas durante la noche que, más que hacer daño, provocaban un terrible estruendo. Una vez más se repitió a sí mismo cómo había terminado en Concepción. Una primera carta, la segunda y la invitación oficial, el embarque en Milán en un vuelo a París, el turbopropulsor Air France hasta Buenos Aires para continuar después hasta Santiago de Chile. De Santiago a Concepción con El Nocturno bordeando la cordillera de los Andes entre lagos, bosques, cascadas y cumbres nevadas.
El mousse de manzana con crema coronó la llegada a Concepción y los comienzos de su trabajo como profesor en la universidad de la ciudad.
No hizo referencia a su propia manera de pensar; solo que había descubierto la afiliación masónica de la universidad después de llegar, observando a un grupo de profesores que invariablemente se respaldaban entre sí cuando había que tomar decisiones en el colegio académico. En los actos oficiales, además, siempre eran ellos los encargados de pronunciar los discursos, con mucho énfasis en la tolerancia, en la libertad, en la conciencia iluminada por el saber, en la misión de iluminar el camino de la humanidad en tiempos de confusión como el que nos tocaba vivir.
Abandonamos Don Pascual un poco acalorados, con la cara enrojecida y la lengua espesa. El profesor Capirosso está contento por el encuentro y satisfecho con la celebración. Le pido que me acompañe hasta el hotel. Imagina alguna agradable sorpresa. Me sigue como un niño que anticipa el placer de una golosina. Abro la puerta de la habitación y me hago a un lado para dejarlo pasar.
Le pregunto a quemarropa por qué los ha traicionado.
Se da vuelta.
Me mira desorientado. Los ojos bajan a la pistola Zig Zauer 226 con silenciador Hatsan Elite. Lo ha tomado totalmente por sorpresa, se ve que recapitula rápidamente lo ocurrido. La desorientación que refleja su rostro se convierte en sobresalto y el sobresalto en miedo.
Levanta un dedo como si quisiera argumentar algo, lo deja a mitad de camino. Debe haber renunciado, o quizá lo considera inútil. Gira la cabeza hacia todas partes, mira la puerta cerrada. Después cae hacia atrás mientras la mancha roja crece en su pecho a la altura del corazón.