Escribí esta historia hace unos años, durante un viaje a México. En un diario leí la noticia, no muy destacada, de un linchamiento y, al lado, el comentario de un antropólogo que explicaba el episodio como un caso de justicia indígena. El resto lo he imaginado, pero no tanto. El cuento forma parte de una colección que publicó la editorial argentina Biblos con el título Cuentos periféricos.
(Alver Metalli) De su vida anterior no se sabía mucho, y la que llevaba era monótona y miserable. No es un mérito sobrevivir al día en un barrio de ricos. Su muerte, en cambio, tuvo mayor resonancia, y la notoriedad que la acompañó estimuló, junto con la curiosidad, mi propia investigación. Pude saber entonces que no hacía mucho tiempo que el vagabundo daba vueltas por aquel barrio residencial de Ciudad de México. Ni siquiera se sabía bien cuándo había llegado ni quién lo había dado a luz. Era un indeseable, eso lo decían todos, aunque nadie lo hubiera sorprendido haciendo daño al prójimo o a los bienes públicos del lugar. Ya habían intentado expulsarlo. La primera vez, por las buenas, tres vecinos y honestos padres de familia le ofrecieron dinero para que se fuera a otra parte, a su casa si tenía una, o a cualquier lugar que quisiera, con tal que estuviera lejos de ese barrio y de sus familias, con los correspondientes perros.
El vagabundo escuchó la propuesta sin ningún indicio de protesta. Tomó los billetes de cien pesos que le entregaron y se fue sin decir ni una palabra. Los honestos residentes del barrio festejaron su partida, celebrando el éxito de su misión con un brindis en la residencia del más rico de ellos.
Durante una semana no se supo nada del vagabundo. Después, un día, volvió como si nada hubiera pasado. Los tres vecinos consultaron entre sí y volvieron a hablarle, esta vez para decirle que lo perseguirían con los perros que vigilaban sus casas si no se iba de una vez por todas. La advertencia no surtió ningún efecto. El vagabundo siguió deambulando por las calles del barrio con un palo en la mano y en absoluto asustado por las amenazas.
Los niños del vecindario lo odiaban desde que dos de ellos dijeron que lo habían visto romperle el espinazo a un gato callejero. Lo dejó que se acercara – eso les contaron a sus padres, y sus padres a mí – y lo atrapó por la cola. Lo levantó como una bolsa de basura y jugó un buen rato con el felino que se retorcía. De pronto le descargó el palo en el lomo, rompiéndole la columna. El animal arañaba el empedrado arrastrándose sobre la panza, intentando alejarse sin lograrlo. Dijeron que el mendigo descortezaba un plátano no muy lejos de allí, llevándose a la boca no se sabe bien qué cosa – hormigas, especificó un testigo – mientras los niños miraban hipnotizados la agonía del animal.
No tenía amigos, ni hombres ni bestias. Hasta los perros de la zona se mantenían alejados y los que hacían guardia en las casas ladraban como enloquecidos a su paso interpretando la hostilidad de sus dueños. Ni siquiera del apellido, Pacheco, se podía estar seguro. Pero de nada hubiera servido conocer el apellido, o el nombre. Los vecinos lo llamaban “el sucio”, solo eso.
Sin embargo, no era especialmente sucio, ni siquiera tenía mal olor. Era de tez oscura, alto y bastante flaco. Tenía el mentón grande y la cabeza pequeña, achatada en el medio, debajo de los pómulos, como si una mala maniobra en el momento del parto se la hubiera apretado para que saliera del útero, y junto con ella los ojos de las órbitas. Habían vuelto a su lugar, sin duda, pero las pupilas ya no volvieron a ser las mismas y se movían en dos direcciones diferentes, lo que hacía decir a Carolina Cueva – una de mis confidentes – que la maldad se le había metido dentro en aquel momento, durante el parto, junto con el aire y la luz, y no después, con los años, como andaba diciendo Virginia dos Santos, la peluquera de origen portugués que ejercía su profesión en el barrio.
Lo que voy a relatar ocurrió un día de diciembre, justo antes de Navidad, un día en que el cielo era metálico, cruzado por rayas moradas que aparecían y desaparecían detrás de las nubes de un blanco amenazante. Estaba amaneciendo y las luces de los faroles no se habían apagado todavía. El vagabundo abrió los ojos y se levantó de su jergón, envolvió la manta alrededor de los hombros y permaneció sentado sobre el cartón. Miró el paisaje que lo rodeaba durante un buen rato, con la frente libre de pensamientos. El ruido del tráfico en la gran arteria que llevaba al centro de la ciudad aumentaba rápidamente en intensidad. Todos los faroles se apagaron juntos a las siete, tal como estaban programados. Pacheco el sucio volvió la cabeza hacia los globos de un pálido tono marfil.
Se puso de pie sin haberlo decidido. El cabello, hirsuto y escaso como las espinas de un erizo, le daban un aspecto desaliñado, que se acentuaba por los pantalones andrajosos y enrollados debajo de las rodillas. Recogió del suelo el cartón sobre el que había pasado la noche y lo apoyó contra la pared. Después clavó los puños en las caderas, arqueó el cuerpo hacia atrás y estiró los miembros, intercalando gemidos entre un movimiento y otro. Se apoyó en un farol. Tosió con una tos acatarrada y ronca. Sacudió la manta varias veces, recogiendo del suelo más suciedad de la que había dejado caer; por último, la enrolló metiéndola de nuevo debajo del banco.
Se alejó por las callejuelas del barrio con paso inseguro, rozando los portones de las casas. Se detuvo delante de un negocio de ropa ignorando las prendas multicolores exhibidas en la vidriera. Siguió caminando sin rumbo. Cerca de la iglesia del Carmelo levantó los ojos al cielo sin ningún motivo, mirando la cúpula roja que coronaba el templo sin observarla realmente. Se detuvo ante la fachada, de un rojo quemado como la cúpula. Luego se introdujo en la oscuridad de la iglesia, deslizándose entre la estatua de la Virgen de Guadalupe y la de San Antonio con el lirio en la mano. Miró hacia todas partes, posando los ojos inexpresivos en la Virgen de la Curación. Fue hasta la base de la estatua – vaya a saber por qué precisamente esa – elevándose sobre la punta de los pies. Quitó el collar de piedras, se lo puso en el cuello, ocultando el medallón bajo el abrigo azul. Volvió a pararse en puntas de pie…
A partir de ese momento los testimonios que he recogido difieren en algunos detalles, pero coinciden en lo esencial, que es precisamente lo que diré a continuación.
Un grito cortó el silencio. Las notas agudas retumbaron bajo la nave, seguidas por un segundo y un tercer grito. Las manos de Pacheco el sucio arañaron la penumbra. Cayó hacia atrás, el banco de madera retumbó como un tambor. Antes de que pudiera levantarse, una mujer había llegado a la salida y seguía lanzando alaridos. Que había visto al diablo, los transeúntes lo dedujeron por la expresión de la cara y recién después por las palabras que se atoraban en su garganta presionando en busca de una salida. Una niñita gritó de miedo en el atrio de la iglesia, el lustrabotas de la plaza echó el trapo al hombro, el ciego giró la cabeza hacia la mujer que convocaba a defender la Virgen y los santos contra el ataque del demonio.
Dos vendedores ambulantes entraron corriendo al templo; un tercero los siguió y después un cuarto. Salieron poco después, con el vagabundo luchando contra los brazos fuertes que lo sujetaban. Clavaba los pies al frente, sacudía la cabeza, giraba los ojos hacia todas partes. Los transeúntes empezaron a reunirse frente a la entrada de la iglesia, las mujeres se miraban unas a otras ávidas de noticias. Quince minutos después, los espectadores podían contarse por docenas. Pero no permanecieron como tales mucho tiempo.
La garganta de Pacheco el sucio emitió un gemido agudo. El primer golpe le aflojó las rodillas, el segundo lo derribó al suelo. Los siguientes llovieron sobre él como granizo de primavera. Se levantó, trató de alejarse en cuatro patas. Un bosque de piernas le bloqueó el camino. Una patada al costado, otra más, el golpe de un brazo contra el cuello flaco. Las manos abandonaron la presa, los dedos arañaron el suelo. La tercera patada lo dio vuelta dejándolo de espaldas. Agitó los miembros en el aire como una cucaracha.
Los gritos se acercaban, se alejaban, se unían y se separaban: juramentos, murmullos de rabia, golpes con los pies, jadeo de pechos sin aliento… la ola de sonidos le cayó encima con mil garras afiladas. Una piedra le golpeó en la pierna. Se sacudió. Caras deformadas por la ira se inclinaban sobre él y lo maldecían, dos perros ladraban en los bordes de la multitud. De la garganta de Pacheco el sucio salió un sonido ronco. El rostro de una mujer, contorsionado por la rabia, le escupió la cólera del mundo.
«A la Virgen le ha robado, santita nuestra, ¡qué barbarie! A dónde hemos ido a parar, ya no hay respeto por nada… en la iglesia del Carmelo… de día, a plena luz del sol…». La garganta se le hinchaba como el cogote de una iguana; los ojos negros relucientes rotaban en las órbitas. «Cualquier cosa, pero la Virgen no, a la Virgen no se puede».
Otras mujeres sumaron sus gritos de condena al suyo.
«No hay piedad para los sacrílegos».
Volvieron los golpes, cada vez más numerosos, las piedras llovieron con violencia. La cara de un niño se inclinó sobre él, tan cerca que podía sentir el aliento del moribundo. El rostro imberbe se desfiguró en una mueca de repulsión. Un relámpago de miedo cruzó los ojos vacíos del vagabundo. La vida se le escapaba, se daba cuenta de eso. Tosió. Algo caliente le subió por la garganta. No era la tos de siempre. Una bocanada de sangre volvió a caer sobre su rostro. Después la selva de piernas se cerró de nuevo y la rabia del mundo lo tragó, arrastrándolo a la oscuridad.