di Alver Metalli
Son las seis de la mañana, los primeros peregrinos salen de sus casas y convergen poco a poco en el lugar de encuentro. La pandemia ya no tiene la misma virulencia que en los meses de invierno y deben cumplir la promesa que hicieron. Ha llegado el momento de agradecer a la Virgen de Luján por haber evitado mayores sufrimientos a sus hijos que viven en la villa. Son rostros sufridos, cubiertos de polvo y de silencios. Los que vienen del Chaco parecen tallados en la madera de sus bosques seculares, otros tienen rasgos inconfundiblemente indígenas de las provincias del norte argentino, en el límite con Bolivia, también hay gente del campo, peones y algunos colados que vienen de la ciudad a la villa de la periferia atraídos por la convocatoria de una fe popular genuina.
La concentración va creciendo a medida que pasan los minutos. A las siete la explanada está llena. El aire ya está caliente, el disco del sol se desprende de la línea del horizonte y comienza su carrera hacia el cenit. Los peregrinos se encolumnan detrás del carro que lleva la estatua de la Virgen, un puñado de fieles lo rodea, como si quisieran proteger a la pasajera con manto celeste de las sacudidas del camino. El burro de Valdemar comprende que ha llegado el momento: tira hacia adelante haciendo fuerza con las patas traseras y el carro se balancea. Valdemar ayuda con las riendas y la campanita tintinea. La Virgen oscila con las primeras sacudidas del vehículo que empieza a moverse lentamente hacia la meta.
Se elevan las primeras letanías, tan inciertas y débiles que podrían confundirse con los lamentos de un niño. Las súplicas de las mujeres crecen como una mancha de aceite en el agua. En pocos segundos las avemarías conquistan toda la procesión. Ahora las voces se unen poderosas, empujando hacia el cielo la inconfundible alabanza a la madre de los argentinos. Entre una decena y otra las notas del Virgo Fidelis se elevan seguras desde el cortejo. La procesión avanza, impulsada por las avemarías y los padrenuestros. Sol, polvo y pasos lentos, cabezas inclinadas y rosarios musitados durante una larga hora. Las filas empiezan a ralear, las mujeres y los niños pasan al fondo de la columna. A las avemarías siguen las letanías a los santos. Cayetano, Pantaleón, Expedito, el cura Brochero, san Romero de América. El camino continúa.
Acuestan a un anciano en el carro y le dan aire con un sombrero de alas anchas; izan algunas mujeres agotadas a los bordes del vehículo. La tercera hora es la más difícil. Avemarías y padrenuestros y letanías tienen la monotonía de la inconsciencia. Después viene la parada para recuperar fuerzas. La procesión se disuelve y se coagula en grupos bulliciosos a la orilla del camino. Los olores se mezclan, las empanadas pasan de mano en mano, las tortillas fritas se rellenan con mezclas de sabores fuertes. Las cajas destilan vino, las cantimploras aportan agua a la liturgia profana. El burro de Valdemar mete la cabeza en la bolsa de forraje. La sacude haciendo tintinear la campanilla que cuelga de
las riendas. Media hora después el sonido más penetrante de otra campanilla pone fin a la comida y al descanso.
La procesión retoma el camino con lentitud. Pasa otra hora, poblada de invocaciones y distancias conquistadas apretando los dientes. Hasta que la cúpula del santuario perfora la niebla de calor. Las avemarías vuelven a cobrar fuerza, los padrenuestros caen entre una decena y otra como pétalos de rosa.
Se alcanzó la meta, los santos vuelven en lenta caravana. La promesa se ha cumplido, los muertos han sido honrados y la Virgen reverenciada. El burro de Valdemar se detiene, dobla las patas toscas como si quisiera hacer una genuflexión. Las varas del carro acompañan el inesperado movimiento. El carro se inclina de costado. La estatua de la Virgen se balancea, cae contra el respaldo y se rompe en dos partes que tocan tierra al mismo tiempo, una muy cerca de la otra.
Y el burro murió.
A los pies de la Madre.
Fotos de Marcelo Pascual