Orígenes mexicanos también para esta melancólica -y trágica- narración. Cierra “Cuentos periféricos”, y la vida del protagonista al mismo tiempo.
(Alver Metalli) El hombre musculoso, de unos treinta años, embutido en una Lacoste azul, se inclinó al oído de otro de la misma edad con camisa blanca.
«Hace frío, ¿no te parece?».
Pero el tiempo no tenía nada que ver con esa afirmación. La temperatura cálida de mayo se había impuesto definitivamente sobre un abril caprichoso, el agua de la bahía se mecía pacíficamente, insinuándose hasta las rocas a los pies de la casa que remataban una majestuosa caída de treinta metros. Habrían podido ver a través del ventanal de la sala la bahía tapizada de luces como luciérnagas en un campo de mayo, si hubieran tenido interés en mirarla.
«Olvídalo», susurró de nuevo el joven musculoso.
El destinatario del consejo se concentró en el abanico de cartas como si fuera la primera vez en la vida que veía una. Empujó la cabeza hacia adelante en un repentino ímpetu de atención. Estudió las cartas por enésima vez, como si la revisión anterior y la ulterior situación pudieran modificarse.
«Ven, vámonos», repitió el joven a sus espaldas. La Lacoste se adhería a su tórax de gimnasio sin hacer una sola arruga.
El jugador tomó el cigarrillo entre el índice y el pulgar y aspiró una generosa bocanada. Un mechón de cabello le cayó sobre la frente. Pareció haber llegado a alguna conclusión porque cerró el abanico con un gesto perentorio y volvió a abrirlo poco después, lentamente, muy lentamente, tan lentamente que las cartas se deslizaron una sobre otra descubriendo, cada una, solo el ángulo izquierdo y la pinta correspondiente.
«Cien», dijo sin ninguna inflexión en la voz, distraídamente se habría dicho si la tensión mezclada con el humo no se hubiera condensado en la piel de un par de espectadores haciendo que sus frentes brillaran con un velo de transpiración.
El joven musculoso pareció resignado, el jugador de la derecha bajó las cartas sin descubrirlas, en un gesto de interpretación inequívoca y que como tal fue recibido. El jugador de al lado, con gesto de sufrimiento, ganó tiempo: cerró el abanico de cartas, repiqueteó con ellas sobre la mesa, las alineó una junto a otra, levantando una por vez lo suficiente para ver su valor, y volvió a estudiarlas como si entre tanto hubieran cambiado y merecieran la atención que les dedicaba.
«Doblo», suspiró, concluyendo provisoriamente el examen.
El jugador de la camisa blanca tomó nota de la apuesta sin inmutarse. El muchacho detrás de él juntó las manos sobre sus genitales y separó un poco las piernas atléticas; se inclinó una vez más al oído de su amigo para repetirle algún consejo. Este hizo una mueca de rechazo y expulsó hacia adelante una bocanada de humo sin apartar la vista de las cartas.
«Veo», se escuchó como el chasquido de un látigo.
El tiempo se detuvo, suspendido por la revelación inminente.
Dos jugadores arrojaron las cartas sobre la mesa sin descubrirlas; el de aspecto enfermo hizo lo mismo, mostrando el trío de corazones. El jugador de la camisa blanca se levantó de golpe, se dirigió hacia la puerta de vidrio que se abría a una terraza, bordeada por una selva de geranios dispuestos por una mano experta a lo largo del perímetro. Apoyó las manos sobre la balaustrada, donde la cascada de flores rojas se interrumpía en el espacio de una maceta que faltaba. Aspiró el aire perfumado con placer, como si hasta ese momento no hubiera llegado hasta sus pulmones la cantidad suficiente. Llevó un Marlboro a los labios y lo encendió, apoyando después los codos sobre la baranda.
Entonces la vio. Vio la bahía tapizada de luces, y el agua oscura debajo, desbordando entre las rocas. Tomó conciencia de su ruina. Sopló una nube de humo hacia la derecha, inclinó la cabeza hacia abajo. Se subió al muro y desapareció en la noche sin un grito.