(Alver Metalli) Parece ser que una reconocida universidad ha publicado una resolución que autoriza el cambio de nombre en sus registros internos para “estudiantes, docentes y no docentes que lo soliciten en función de la autopercepción diferente al género asignado en el momento de nacer”. En otras palabras, menos académicas, quienes sientan que ya no son Roberta pueden pedir que se les identifique como Roberto o con otro nombre, masculino, femenino o neutro, o completamente distinto al inscripto en el Registro Civil o en el libro de bautismos. Por el momento esta posibilidad/derecho se limita al ámbito universitario, pero en un futuro podría, por qué no, extenderse a otros ámbitos de la sociedad.
Hace cinco o seis años comencé un cuento y le puse como título provisorio “Crónicas desde el país de los nombres cambiantes”. Imaginaba un escenario del futuro en el que cualquiera podía cambiar su nombre cuando quisiera y todas las veces que quisiera. La sociedad estaba organizada para recibir el cambio en forma instantánea, los terminales de las reparticiones públicas recibían el input y el nuevo nombre entraba en vigor. A partir de ese momento el mutante, llamémoslo así, era llamado por el último nombre que hubiera elegido.
En El país de los nombres cambiantes un derecho elevado al rango constitucional reconocía que «todo ser, desde el momento en que ejerce una conciencia reflexiva primaria, puede cambiar el nombre que se decidió para él en el momento de nacer por el que se propone usar y con el que quiere que lo identifiquen la autoridad federal suprema, las entidades que la representen y las autoridades públicas de todo orden y grado». La enmienda de esa época sin restricciones seguía diciendo: «También es su derecho ser llamado por el nombre de su elección por familiares, amigos y conocidos, así como por todos aquellos con los que mantenga relaciones habituales».
En el país de los nombres cambiantes había partidarios de la aplicación de la norma, los plurinominalistas, había opositores, los uninominalistas, y había personas religiosas que querían morir y presentarse ante Dios Todopoderoso con el nombre que habían recibido al nacer, y no querían saber nada de cambiarlo. El nombre de los santos, además, tenía que dejar su marca en cada siglo, para pasar a los siguientes y resonar en los oídos y en la mente de sus contemporáneos para alabanza y gloria de Dios Padre, y Agustín, Felipe, Ambrosio, Francisco eran tales y así debían permanecer de edad en edad como ejemplo de una humanidad redimida para las generaciones que les sucedieran…
Interrumpí el relato para seguir avanzando con un par de libros que, efectivamente, después vieron la luz. Pero siempre mantuve en reserva “El país de los nombres cambiantes” con la intención de retomarlo.
Han pasado poco más de cinco años desde la interrupción. Ahora lo que me parecía futurista está a las puertas.
Evidentemente el tiempo corre más rápido que la imaginación.