(Alver Metalli) Fue una leve acentuación de la atención lo que me introdujo en una de esas historias que uno nunca imaginaría que pueden existir. Quiero aclarar que no escucho mucho la radio. A diferencia de los que pueden trabajar con música de fondo, para poder concentrarme yo necesito ese especial tipo de silencio que es la quietud intercalada con los mínimos sonidos de la vida cotidiana. Los ruidos apagados que llegan de la calle y presionan contra las paredes, los crujidos de la casa con los lejanos gongs del ascensor cuando se abren las puertas y se mezclan con las apenas perceptibles señales que flotan en el aire. Es un coro de sonidos que tiene el poder de concentrar la atención en el trabajo, como las cabras de Larry Ivering en el corral.
Hablando de escritores, no es ningún misterio que tienen sus tics, al igual que otros beneméritos profesionales que dependen, para el buen desempeño en una determinada ocupación, de que se verifiquen ciertas condiciones. Durante el trabajo de parto literario, golpean la mente del novelista microscópicos martillos que disparan comportamientos como mínimo curiosos. Ricardo Bishop no podía comer cuando se acercaba al punto culminante de la creación narrativa. La sentía crecer como una marea en noche de luna llena y se sumergía inmediatamente en ella, sin dudarlo, despojándose de cualquier peso superfluo, lo que incluía la práctica de la alimentación. Su agente literario, un tipo nada inapetente, contó que el novelista caribeño no tocaba la comida durante días y días. Permanecía sentado delante de la máquina de escribir como hipnotizado, alternando momentos de agitación frenética con otros de alucinada suspensión. Hasta que, débil y postrado, volvía a alimentarse. A una revista de literatura, el solícito representante reveló que se vio obligado a intervenir cuando su cliente se encontraba en la mitad de la novela Las noches de Priscilla. En esa oportunidad debió amenazar a su representado y amigo de la juventud, y alertar a las autoridades sanitarias para que procedieran a la alimentación forzada, lo que volvió a ocurrir con Preceptos del sábado no mucho tiempo después. Creo que este no es mi caso, pero soy consciente de que yo también tengo mis ritos propiciatorios para crear el clímax que considero favorable para el esfuerzo de la escritura. Debo por lo tanto agregar que ese día encendí la radio de mala gana, solo para complacer a mi amigo Giorgio. Me había pedido una opinión sobre la nueva programación de la emisora de la que había asumido precisamente esa semana la dirección editorial.
Sintonicé entonces la frecuencia de Radio Oriental y me senté delante del escritorio con la computadora, decidido a avanzar en el relato que me había mantenido ocupado durante varias semanas y cumplir al mismo tiempo esa promesa incauta. El carácter singular de lo que diré a continuación me obliga a ser más preciso. Entonces: eran las 18.02 de una tarde ventosa como tantas en Montevideo. La voz en el micrófono –joven y presuntuosa– anunció que se proponía colocar bajo la lupa –que era asimismo el nombre del programa que había sintonizado– la actualidad del país, sumamente complicada por un problema que había surgido con la vecina Argentina. El conductor prometía un examen minucioso, sin misericordia ni contemplaciones de ningún tipo, de aspectos que en su opinión habían sido culpablemente omitidos en la información nacional. Comenzaba con el carnaval de la ciudad y las luchas internas entre las diversas murgas que pronto competirían por la preferencia del público de la capital de Uruguay, muy sensible a esas manifestaciones folclóricas. Feroces enfrentamientos, según parece: para conquistar el primer lugar en el desfile por las calles de Montevideo, para aumentar la visibilidad de su nombre en los carteles publicitarios que tapizaban la ciudad, para acaparar las referencias en los anuncios institucionales del municipio, para conseguir los patrocinadores de mayor peso, para obtener la atención de los canales de televisión del país y muchas otras cosas que la vanidad, en presencia de grandes multitudes, impone a la voluntad.
El programa se ensañaba escarbando entre los pliegues de las rivalidades que existían entre los diversos grupos, mientras yo continuaba estrujándome el cerebro delante de la computadora, dirigiendo esporádicamente la atención, de manera vaga y superficial, a la voz que fluía de fondo. Hasta que decidí postergar el compromiso asumido con Giorgio, apagar la radio y dejar en primer plano los sonidos benéficos y familiares que me ayudaban a concentrarme. Si Martín Gallardo, a diferencia de Ricardo Bishop, devoraba todo lo que estaba a su alcance con un apetito que asustaba a su joven esposa, ¡bien podía nutrirme yo, escritor de periferia, con los sonidos de la vida cotidiana!
En los momentos culminantes, los de mayor identificación con la historia narrada, Ana Recoleta de Gallardo recogía todos los alimentos desparramados por su casa y los guardaba en la despensa de la vecina; dejaba al alcance de la mano solo lo que ella quería que comiera su marido y algo más para calmar sus apetitos descontrolados.
Dejando a un lado los tics literarios, dos días después, el jueves a la misma hora, volví a sintonizar la frecuencia de la radio, en el momento en que el locutor de otro programa, cuyo nombre no recuerdo, anunciaba que se proponía diseccionar la realidad sin prejuicios, como se podría ver ese mismo día –anunció– con la investigación “Las cárceles; quién está dentro, quién está fuera”. En un determinado momento de la transmisión, la palabra pasó a un asesino arrepentido que había cumplido la mitad de la pena. Describió con mucho realismo cómo había actuado con su víctima, el crimen por el cual había sido condenado y no podía ser juzgado por segunda vez. Los conductores del programa no hicieron ninguna referencia a la transmisión de la competencia, la del martes anterior, pero yo sí lo percibí. Una acentuación espontánea de la atención, por una especie de inercia mental, me hizo establecer una asociación entre las dos transmisiones de radio. Sin otra consecuencia que un perezoso retorno a la curiosa competencia, si de eso se trataba, de vez en cuando.
Seguí trabajando con la radio encendida durante toda la semana, con un ojo en el relato que no terminaba de arrancar, el oído en la estación FM que proponía la nueva programación y un rincón de la mente en los ruidos de la calle que yo necesitaba. No había nada raro en eso, por supuesto. Las manías de los escritores, como ya dije, sus pequeños caprichos, se cuentan por centenares. Alguien me dijo que el centroamericano Rodrigo Varela alcanzaba sus mejores momentos creativos, los de mayor inspiración, sumergido en la bañera de su casa. El autor de La carrera del caballo la llenaba de agua caliente y la vaciaba cuando estaba fría varias veces el mismo día. Pero volvamos a lo que estaba diciendo. El martes siguiente, Bajo la lupa decidió enfocarse en el tema de los secuestros: poco después se escuchó la voz exhausta de un secuestrado que acababa de recuperar la libertad y empezó a contar los miedos, los esfuerzos, las humillaciones de los trece días que había pasado en manos de los delincuentes. El jueves, el programa de la competencia, porque ya me resultaba evidente que de eso se trataba, planteó el tema de la Justicia. Un secuestrador amparado en el anonimato describió la realidad de un secuestro con agudo cinismo. Una gran cantidad de detalles, algunos escalofriantes, narrados del otro lado de la barricada, de los que planifican y ejecutan el secuestro de una persona. Ningún escrúpulo, ningún arrepentimiento, solo la fría, lúcida, despiadada y complacida crónica de “un trabajo bien hecho”. Después de escuchar diez minutos consideré que ya era suficiente y decidí volver al relato en el que estaba trabajando y a la mezcla de los acostumbrados y tranquilizadores ruidos de la vida cotidiana. El caso de Alan P. Durante –uno de esos escritores que necesitaban un determinado hábitat creativo– era distinto de los anteriores que he nombrado, pero no totalmente opuesto. Escribía oprimido por un angustioso sentimiento de culpa, casi como si escribir implicara la violación sistemática de alguna ley no escrita. Y para él debía ser así. Escribir le parecía una deserción de la lucha cotidiana por la vida. Supongo que ese sentimiento era la razón de su extraño comportamiento. Alternaba períodos de hiperactividad social con momentos de escritura vertiginosa, diurna, como si lo primero pudiera hacer aceptable lo segundo. Después de un par de semanas de intenso trabajo en una novela empezaba a acumular todo tipo de compromisos: aceptaba invitaciones, programaba viajes, ideaba proyectos nuevos, daba curso a viejas y postergadas iniciativas, hasta que suspendía la narración y se zambullía en las múltiples actividades que entre tanto había acumulado con un frenesí insomne que alarmaba a las mismas personas que debían beneficiarse con su generosidad.
Mi relato avanzaba a los saltos; a veces tomaban la delantera las excentricidades de los escritores y otras veces la radio, cumpliendo la promesa que había hecho a mi amigo. La lupa fatal se desplazó a las huelgas. Sujeto y predicado –por fin identifiqué con claridad el nombre del programa rival– colocó el micrófono delante de un huelguista en el día dieciocho de ayuno total. Hablaba con dificultad, deletreaba, entre una respiración y otra, su decisión de doblegar a la contraparte, “cueste lo que cueste”. La respuesta de Bajo la lupa no se hizo esperar: la grabación de las últimas palabras de un joven suicida antes de arrojarse por el balcón del piso quince. La competencia entre los dos programas de radio –a esa altura ya no tenía dudas– se convirtió en un verdadero desafío semanal, cada vez peor, cada vez más cínico; el aire era un campo de batalla, en un crescendo para el cual la audiencia ya no constituía el premio y el castigo. Ahora que había descubierto la existencia de esa rivalidad desenfrenada, encendía la radio con cierta impaciencia y aceptaba dedicarle más tiempo que al trabajo en el relato que estaba escribiendo.
Bajo la lupa y Sujeto y predicado se ignoraban olímpicamente delante de sus respectivos oyentes y continuaban su despiadada competencia en el aire. En el escenario de los dos programas desfilaban violencias y perversiones, un repertorio de crueldades indescriptibles cuyo protagonista era la humanidad. El desafío era hasta la última gota de sangre. Y la sangre no tardó en llegar. Tres conductores de Bajo la lupa se presentaron ante los micrófonos cuando las últimas notas de la cortina musical de apertura no se habían apagado todavía. Expusieron una historia llena de detalles, tan pormenorizada y terrible que dejaba sin aliento. Con la voz quebrada por la ira y las lágrimas, comunicaron la muerte del cuarto compañero, asesinado el día anterior por los contrincantes de Sujeto y predicado. Eso pretendieron hacer creer, admitiendo por primera vez la existencia del programa adversario. Pero las contradicciones eran tan obvias que el engaño duró poco. La policía no tardó en descubrir que los asesinos del locutor de Bajo la lupa eran ellos mismos, para arrebatarle la audiencia al programa de sus rivales.