(Jorge Costadoat*) El libro Epifanias, nos habla de la vivencia de la pandemia causada por la peste del coronavirus en una villa popular de Buenos Aires. Enfermos y muertes. “La muerte elige sus víctimas al azar”. Riesgos y angustias por la posibilidad de contagiar a gente querida. Encierros agobiantes. Sufrimientos, más pobreza todavía. Como si se tratara de una guerra. Y, en este contexto, a pesar de todo, gestos solidarios, manos extendidas y mucha humanidad.
El autor de Epifanias se ha insertado en este medio. No es de allí, pero quiso serlo aunque fuera por un tiempo. Es un cristiano que, a su modo, continúa la encarnación del Hijo de Dios. Su mirada es mística. Ve con el corazón y los ojos de la fe. Observa detalles imperceptibles incluso para los protagonistas de estas vidas. Su relato tiene un dejo de tristeza. En esta experiencia tan penosa de la pandemia vivida en una villa resiste, sin embargo, la vida. La narración goza de una discreta alegría. El libro ha sido escrito con amor. Quienes lo lean sabrán lo que ha ocurrido, y continúa ocurriendo, en las villas, barrios y poblaciones de América Latina y el Caribe.
La situación de la cual aún no salimos, que todavía nos amenaza y no que sabemos cuándo terminará, deja entrever quién es quién en estos medios. La niña que vende boletos para la lotería, el Dracu, el Mortadela, o Morta, el Polaco, Beta… Los jóvenes metidos en la droga son los mismos. Consumen y venden. Las mafias han hecho presa de ellos. Balazos por las noches, amenazas cumplidas y más miedo. Pero la vida sigue su curso. La lucha continúa: recolectores de basura, cartoneros, jardineros, recicladores, conductores de vehículos de alquiler. Trabajos precarios, sí, pero suficientes para seguir vivos y compartir lo poco que se tiene. Porque una cosa es clara: “nadie se salva solo del ataque de la peste”. Ninguno como el pobre está capacitado para seguir adelante.
En este medio se hace un espacio la Iglesia de los pobres, la del Vaticano II, la de nuestro continente, la del Papa y la del padre Pepe. Pepe es una estaca del amor de Dios clavada allí donde viven los excluidos, diría el mismo Francisco. Él es el cura que representa la Teología del Pueblo de Gera, Tello, del beato Angelelli, de tantas religiosas cuyos nombres me reservo y de cristianas sin título alguno. Es la Iglesia de las vírgenes que hacen presente a María. La de la religiosidad popular. La que cada Navidad renace entre los humildes.
El tema me toca en lo personal. Soy cura. También en las poblaciones de Chile levantamos ollas comunes que multiplicaron los panes cuando más se ha necesitado. Pertenezco a una comunidad eclesial de base del otro lado de la cordillera. La mía se llama Comunidad Enrique Alvear fundada por la hermana Elena Chaín del Amor misericordioso. Hemos vivido la pandemia de un modo muy semejante. En medio de esta tragedia de la pandemia hemos podido vivir “la alegría del Evangelio”.
*Jesuita y teólogo chileno