Como la dictadura y el pecado original han aplastado una utopía comunitaria

Hay una historia poco conocida, a la vez dramática e inexorable. Es la de una comunidad que decide ocupar un territorio inhóspito de Argentina y plantar la semilla de un crecimiento armónico de quienes formaron parte de ella. El programa era simple y fascinante: vivir y prosperar poniendo en común bienes y talentos. Pero terminó mal.

La historia de esta epopeya apareció en el diario La Nación el 31 de mayo de este año, firmada por Leandro Vesco y con fotografías de Hernán Zenteno. Reproducimos ambos a continuación, prologando con el título con el que el periódico publicó el artículo: Fuimos felices mientras duró“. Auge y caída de la utopía de 16 familias que fundaron una sociedad nueva en San Juan»

Las fotografías de la galeria muestran a algunos de los protagonistas de la comunidad y lo que queda de su trabajo. Del pueblo apenas quedan palmeras quemadas, la capilla sin techo, las casas que nunca se terminaron y algunos rastros en el cementerio. (a.m.)

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“No queríamos cambiar el mundo, pero sí nuestras vidas”, dice Jorge Navarro (79 años) en el living de su casa de San José de Jáchal, en el centro de la provincia de San Juan. En 1975 y por menos de un año junto a su esposa y 16 familias participaron de un experimento social comunitario que se frustró por el golpe militar y las “miserias humanas”. Quisieron formar un pueblo donde todo fuera de todos, distribuir ganancias y alimentos. Crear cooperativismo, y autoabastecerse. “Éramos soñadores”, confiesa Beatriz Scelzo (75 años). De todo aquello, hoy sólo quedan ruinas y un punto en el mapa conocido como Tucunuco. “Un japonés convocaba a colonizar San Juan”, recuerda Scelzo. Vivían en la ciudad de Buenos Aires y a principios de 1975, una mañana oían a Julio Lagos por la radio que leía una carta donde se llamaba a familias con la promesa de un cambio de vida, trabajar la tierra y fundar una colonia en la provincia cuyana. Firmaba Juan Tsukame, que decía vivir en Mar de Ajo. “Nos encantó, éramos jóvenes y queríamos irnos de Buenos Aires”, cuenta Scelzo. A los días Jorge se fue a la ciudad balnearia en busca del misterioso hombre asiático. “Lo trajo a casa y ese día comenzó el sueño de Tucunuco”, dice Scelzo. El japonés hablaba con acento chileno, tenía una esposa y siete hijos. Había enviado cartas a varias provincias para plantear su proyecto: crear una colonia que se autoabasteciera. San Juan le contestó y nadie sabe los términos, pero fijó un punto en el mapa: Tucunuco. El matrimonio y varias familias más que había oído la convocatoria formalizaron un grupo. Tsukame les hablaba de esa colonia que fundarían y les inyectaba ideas de cooperativismo, los hacía soñar. “Tenía un gran carisma”, reconoce Scelzo.

A medianos de 1975 se fueron a una casa más grande, todavía en Buenos Aires. Ya eran 16 familias y un uruguayo soltero quienes habían decidido quemar las naves. Comenzaron a comprar mercadería para la aventura, y todos cortaron la raíz con la vida urbana, renunciaron a sus trabajos y comenzaron a rescindir contratos de alquiler o a vender casas. No había marcha atrás, para fin de ese año querían estar en Tucunuco. Sin embargo, algo inesperado ocurrió: miembros del grupo advirtieron que su ideólogo les estaba robando alimentos para su numerosa familia. “No nos dimos cuenta, pero Tsukame llevó a su familia a la casa grande y se instaló”, cuenta Scelzo. El grupo decidió expulsarlo y quedó acéfalo, aunque el japonés (decía que venía de allá, pero jamás se supo si era verdad) había hecho las cosas bien: las familias estaban organizadas, siguieron con su plan y formaron una cooperativa. ¿Qué sucedió con Tsukame?: “Nadie oyó más de él, nunca lo volvimos a ver”, cuenta Scelzo. El responsable de unirlos, desapareció. Sin él, nadie sabía las condiciones que había negociado con el gobierno sanjuanino. Si es que existió esa instancia. Sin vuelta atrás, decididos a cambiar de vida y dejar la ciudad, el 28 de diciembre de 1975, luego de cruzar medio país en el Tren Zonda, llegaron a la capital de San Juan. Fueron una avanzada, seis de los cuarenta que formaban el grupo, entre ellos, Beatriz y Juan. “Ese día supe que nunca me iría de San Juan”, confiesa Navarro. No perdieron tiempo y se fueron a la oficina de Tierra y Colonización provincial. “Somos los colonos de Tucunuco”, se presentaron y todos los miraron. Les transmitieron la idea de irse enseguida para el pueblo. El funcionario los trató de disuadir, pero fue imposible. “No hay nada allá”, le dijo.

La ubicación del pueblo. “Fuimos a una fábrica de fideos y compramos para varios días”, dice Scelzo. En esos años gobernaba Eloy Camus, un peronista que promovía la creación de colonias. Quería hacer una cuenca lechera en la zona de Tucunuco y ya había expropiado una parcela de una finca de Federico Cantoni (político fundador de la Unión Cívica Radical Bloquista) que tenía una superficie de 134.000 hectáreas. El gobierno les dio un camión y los llevó hasta allí. Son 115 kilómetros por la ruta 40, el camino encuadra entre las sierras de Talacasto y del Morado. Cuando llegaron se encontraron con ranchos abandonados y un espinal de molles. La nada misma. “Para nosotros era el sueño cumplido, vivir en libertad y en la naturaleza”, recuerda Scelzo. Donde había tierra cuarteada y polvo, veían oportunidades para volverla fértil y renacer. El grupo de los 40 estaba conformado por ingenieros, docentes, una psicóloga, una doctora, un especialista en hacer queso y un empleado del INTA. ¿Qué era Tucunuco? Había sido un pueblo que pretendió ser modelo a mediados del siglo XX. Cantoni había sido embajador argentino en Rusia y había traído olivares de aquel país. Plantó alfalfa y pastaba ganado. Hizo un vergel. Llegó a ser el segundo olivar más importante de San Juan, pero para 1975, de aquello sólo quedaba una casa patronal, una iglesia, el cementerio, ranchos de adobe marginados de vida, una escuela cerrada, y algunos gauchos que habían permanecido varados del sueño idílico de Cantoni. El día que llegaron se enfrentaron al primer dilema: ¿dónde dormir? El empleado del INTA, quien se erigió como el único representante del Estado, tomó la responsabilidad y decidió romper el candado del establecimiento. Allí hicieron un dormitorio comunitario. El segundo problema era aún más grave: no había agua.

“No llueve”, reconoce Navarro. En su desconocimiento del territorio, no tenían en cuenta que en San Juan, las tierras recibían agua por riego, en aquellos tiempos no estaban los embalses que hoy regulan los caudales de los ríos. Descubrieron una toma de agua a 10 kilómetros que se originaba en el río Jáchal, pero los canales y acequias estaban mal mantenidos. Hallaron un depósito de agua en la escuela y así pasaron los primeros días. Celebraron año nuevo con la esperanza de transformar este desierto en el paraíso que soñaban. En enero llegaron las demás familias y se distribuyeron las tareas. “Fuimos felices, era todo por todos, nuestro sueño se hizo realidad”, confiesa Scelzo. Pero no fue fácil. “Tuvimos que aprender a hacer fuego”, reconoce Scelzo. Eran todos citadinos, ninguno con experiencia en el campo. No había pueblos cercanos. A 25 kilómetros está Niquivil y a 40, Jáchal. El verano les permitió jornadas largas de trabajo. Hicieron huerta, y comenzaron a arreglar las acequias y limpiar el espinal. Consiguieron una vaca lechera, que ordeñaban todos los días. Una mañana sintieron un ruido ensordecedor en el cielo: era un helicóptero. Los colonos de Tucunuco se sorprendieron cuando vieron que aterrizaba. De la nave bajó el gobernador Eloy Camus, se presentó y les preguntó: “¿Qué necesitan?”

Camus fue el salvador. Hombre cercano a Perón, les propuso hacer una reunión con todo su gabinete en Tucunuco. Así fue y a los pocos días llegaron los políticos y tomaron nota de todos los pedidos. Hasta que la tierra les diera frutos, Bienestar Social les enviaría alimentos. También determinaron dónde construirían las casas. Camus quería ordenar el pueblo y escriturar para cada familia. “Les dijimos que no, queríamos que las casas fueran de la Cooperativa”, dice Scelzo. Aquí se encontraron con un problema legal: en San Juan la ley no lo permitía, pero Camus se comprometió a buscar una solución durante el verano. Además, les enviaría un tractor y combustible. “Construcción con ayuda mutua”, cuenta Navarro que fue el acuerdo que llegaron para erigir las casas. Los hombres ponían la fuerza de trabajo y el gobierno, los técnicos y los materiales. A los días, ya estaban trabajando. “Había dos embarazadas”, recuerda Scelzo. Ella era una. Levantaban piedras menos pesadas. Todo era felicidad, comían juntos. Habían encontrado la manera para que las parejas tuvieron encuentros íntimos en una carpa, que llamaron “del amor”. El verano estaba tocando su fin y la escuela necesitaba recibir alumnos. ¿Dónde fueron los colonos? “Armamos carpas y ahí vivimos”, cuenta Scelzo. Estaba todo en marcha. En pocos meses más podrían tener sus propias viviendas y cosechar. El cura de Jáchal los visitaba. “Era todo un personaje”, recuerda Scelzo. Tenía una pistola en la cintura y para llamar a misa le apuntaba a la campana y disparaba. “Era una buena persona”, agrega Navarro. Cuando las cosas se pusieron mal, juntó alimentos para los necesitados. Pero la historia quiso que estuvieran en el tiempo equivocado, en una Argentina que estaba por cambiar para siempre. El guión de la historia de los colonos (los llamaron “los porteños” de Tucunuco) parece escrito para una serie. El 23 de marzo de 1976, 24 horas antes del golpe militar, la familia Cantoni, ex propietaria de esas tierras y dueña de gran parte de las que rodeaba el pueblo, les ofreció una fiesta a los colonos. Tucunuco para esa fecha ya no era el desértico paraje de fines de diciembre. La tierra dejaba ver pastos verdes, las acequias tenían agua, la huerta, hojas frescas. A las casas sólo les faltaba el techo, aberturas y sanitarios. “La viuda de Cantoni nos invitó a irnos a otro paraje para que hagamos el mismo trabajo, todos dijimos que no”, dice Scelzo. También supieron ese día que el 25 llegaría el equipo electrógeno para que tuvieran electricidad. Sólo faltaba pasar el 24.

“Todos los días oíamos una radio chilena, ese día agarramos una de Buenos Aires, y oímos una marcha militar, ahí nos desayunamos con que las Fuerzas Armadas habían tomado el poder”, recuerda Scelzo. Aquel 24 de marzo todo continuó con normalidad en Tucunucu. Supieron que Camus ya no era gobernador, sus bienes fueron saqueados y expropiados por las nuevas autoridades. El grupo electrógeno nunca llegó, tampoco los materiales para trabajar en la etapa final de las casas, no hubo más combustible para el viejo tractor y la ayuda alimentaria se redujo a lo mínimo. “Nos quedamos sin apoyo”, cuenta Scelzo. “Venían a ver qué estábamos haciendo”, recuerda Navarro, en referencia a las visitas que comenzaron a recibir de la base de Gendarmería de Jáchal. Llegaban oficiales con el cura y labraban un acta. Entre esta fuerza y los colonos había buena relación. “Comenzamos a pasar hambre”, reconoce Scelzo. Los familiares de Buenos Aires les enviaban encomiendas con alimentos. Cuando llegaba una, se repartían el contenido. “Ahí nacieron las miserias humanas”, afirma Scelzo. Algunos no repartían lo que les mandaban y se encerraban en sus casas. Echaron a una familia, el grupo se quebró y dejaron de comer en comunidad.

“Los únicos que consumían azúcar eran los hombres, que eran los que trabajan la tierra”, dice Scelzo. La médica integrante del grupo consiguió trabajo en el hospital de Jáchal y donó su sueldo a la comunidad. Comenzaron a vender leña. Todo empeoró el 21 de septiembre. Ese día irrumpieron camiones y vehículos de la infantería del Ejército. Separaron a los todos los hombres y se los llevaron detenidos, antes requisaron las casas buscando armas. También cometieron atrocidades que Scelzo prefiere callar, sólo cuenta que hubo simulacros de fusilamiento. Tres días después, los hombres regresaron, pero el sueño de los colonos ya estaba roto. “Hubo una diáspora”, dice Scelzo. La situación se hizo insostenible y para octubre ya no quedaba nadie en Tucunuco. Los miembros del grupo continuaron sus vidas en distintas partes del país. Algunos se fueron a Jáchal, donde eran reconocidos como “los subversivos”, apodo con el que tuvieron que convivir algunos años. “Nosotros sólo quisimos probar vivir de una manera diferente, autoabastecernos, vivir en comunidad respetando la naturaleza, como hacen tantos ahora”, resume Scelzo.

“No quisimos volver”, reconoce Scelzo. Sólo quedan las ruinas de un pueblo sostenido por el polvo y cañadones secos. Un viejo cartel despintado lo anuncia en la ruta 40. Palmeras quemadas, la capilla sin techo, las casas que nunca se terminaron y algunos rastros en el cementerio. Sobre la pequeña tumba de un niño se ven monedas de diferentes años, una brilla y es actual. Señal de que alguien lo recuerda. “Fue un sueño y mientras duró, fuimos muy felices”, confiesa Scelzo.