Por Massimo Borghesi
«En Italia los “practicantes” han descendido en diez años del 33% al 27 %; entre los jóvenes (18-29 años) los practicantes son el 14%, y continúa descendiendo 3% cada año».
Las razones comunes las conocemos: la secularización, el consumismo, el relativismo ético, etc. Sobre esto, los tradicionalistas y los sectores conservadores de la Iglesia agregan las criticas al concilio Vaticano II y a su actual representante, el Papa Francisco cuyo pecado recaería en haber alejado la doctrina de la recta tradición. Por el lado opuesto, los progresistas atribuyen el alejamiento de los fieles de la Iglesia “inmóvil”, que no esta dispuesta a discutir el tema del celibato de los sacerdotes, con una moral sexual cerrada, y un acentuado machismo eclesiástico.
Se trata de argumentos que, ya se presenten desde la derecha como desde la izquierda, no convencen. Son más justificaciones que explicaciones. «Estadísticamente no obtienen resultados satisfactorios ni en las Iglesias mas “modernas”, ni en aquellas más “conservadoras”». Esto significa que la presente crisis de fe no se puede ciertamente atribuir al concilio, ni que la solución esté en la celebración de un Vaticano III. «La crisis de las “Iglesias vacías” viene desde mucho antes, inicia cuando las iglesias estaban llenas. … Era (la Iglesia), aquella de los años 50’s, una iglesia militante, centrada en la doctrina, influyente en la vida política. Sin embargo, con excepción de un respeto exterior de las formas y las convenciones sociales, ya no capturaba más el corazón y la mente de una gran parte de las jóvenes generaciones. La practica religiosa permanecía, pero era una permanencia semejante a una estructura carente de un soporte sólido sobre el terreno. Basta una sacudida para que caiga por tierra. El viento del año ’68 trajo un estallido a la Iglesia, una generación de hijos inquietos. El adviento de un nuevo poder consumista “que se ríe del Evangelio” –como profetizaba Pasolini en los años 70’s- parece que desvaneció, como el sol a la nieve, en poco mas de un decenio, todo un tejido popular cristiano, que estaba unido a una Italia rural, del que fueron necesarios siglos para formarlo». Notaba el cardenal Wimeijk, arzobispo de Utrecht: «Teníamos un superávit de sacerdotes, ordenes, religiosos, congregaciones. Muchos misioneros en el mundo provenían de la pequeña Holanda. Pero pronto se entendió que los cimientos de aquella orgullosa columna católica eran menos sólidos de lo que parecían».
Esto significa que el cristianismo “tradicional” de los años 50’s tenía grandes carencias. No se explica de otra manera la velocidad de su desvanecimiento frente al desafío de la modernización que se tuvo sobre todo a partir de los años 60’s. Dicho cristianismo se fundaba sobre dos pilares: la aceptación pasiva del dogma, y una doctrina moral limitada y centrada en la cuestión sexual. Cuando el american style of life irrumpe con su visión liberal de la vida, el mundo católico definitivamente estaba desprevenido. Acostumbrado, desde la Contrarreforma en adelante, a concebirse en una posición de defensa, en gran parte incapaz de desarrollar una confrontación crítica con la modernidad, este mundo se encuentra desorientado frente al modernismo americano, ante esto la Iglesia católica aparece repentinamente anticuada, un residuo de tiempos pasados. La dolce vita de Fellini, de 1960, representa bien el momento del pasaje de la separación generacional entre las dos Italias, aquella del pasado y la del futuro. ¿Cuál era el límite de la Iglesia y del cristianismo de aquel entonces? En primer lugar lo referente a su cultura, la Neoescolastica, dominante en los seminarios y en las Facultades pontificias, proponía un pensamiento marcado por una radical actitud antimoderna, hostil al ámbito de la libertad, acompañado de una teología dogmática carente de un antropología teológica. Era el tiempo en que la teología miraba con sospecha las categorías de “experiencia” y de “sentido religioso”.
Estas categorías, por causa de su formulación inadecuada, eran arrastradas por la polémica antimodernista y dejaban el vacío debido a que negaban la apertura del hombre a lo sobrenatural. La neoescolástica, el neotomismo de los años novecientos, concebía lo humano, a la par del iluminismo, como un bloque autónomo, cerrado, al cual la gracia se agregaba como una especie meteorito. La consecuencia era el temor ante el mundo secularizado, interpretado como antropológicamente extraño y enemigo. Un puente entre el dogma y el humanismo “ateo” parecía imposible. El resultado era que la psicología “cristiana” funcionaba en tanto que las puertas de la Iglesia permanecían cerradas. Cada salida fue pagada, con crisis internas, hundimientos, fugas. La grande crisis que sigue a los años del post-concilio no dependió de colapsos imprevistos, si no de los limites en la cultura católica. El progresismo post-conciliar es el exacto contrario del tradicionalismo precedente, este modelo puede encontrar explicación solo a partir de las limitaciones de la cultura Neoescolástica.
De frente al éxodo de cientos de miles de cristianos, que encontraron en el marxismo su puerto seguro, la respuesta más significativa, de parte de la Iglesia, no llegó de los sectores tradicionalistas, de los opositores al concilio, sino de los nuevos movimientos eclesiales los cuales demostraron, en un clima fuertemente hostil, de no reaccionar de manera conservadora sino de preocuparse de interceptar las esperanzas y las expectativas de los jóvenes más alejados, de aquellos que no provenían de las familias católicas o de las parroquias. Este encuentro fue posible no solo gracias a la personalidad carismática de los fundadores de los movimientos, sino a que la propuesta cristiana dirigida a los jóvenes recordaba la dinámica de la Iglesia de los primeros siglos: la del testimonio personal y comunitario, la de la participación en una experiencia de humanidad renovada capaz de incidir en la realidad y en la historia, «como sucedía en los primeros siglos». De hecho los movimientos eclesiales han representado, al menos hasta los años 90’s, una gran esperanza, un signo de vitalidad y de juventud par un cristianismo a la deriva, rechazado por el mesianismo político y sectario del pensamiento del ’68. Después, con el viento de la restauración, siguiente al ’89 y a la caída del comunismo, se ha vuelto al mismo error de antes. La Iglesia en su totalidad ha vuelto a blindarse, temerosa frente a una secularización cada vez más arrogante, ha cerrado nuevamente las puertas. La Evangelización y la promoción humana, los polos de la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, se perdieron en el camino.
En lugar de la evangelización encontramos las “batallas” éticas enfocadas en la lucha contra el aborto, eutanasia, matrimonio gay, mientras que en lugar de la promoción humana encontramos una condescendencia total hacia el modelo capitalista y un olvido profundo de la doctrina social de la Iglesia. Conformismo y maniqueísmo, estos son los dos ejes del catolicismo hoy en día. De frente a esta perspectiva no sorprende el progresivo vacío de las iglesias y la distancia que separa a los jóvenes de la fe. ¿Porqué jamás un joven de hoy debería ser atraído por una posición que se define solo por un campo restringido de batallas ético-culturales? Un joven que por otro lado, no hay que olvidarlo, está distante años luz del espíritu del joven militante comprometido de los años 70’s.
Lo que falta al catolicismo actual, también y sobre todo a aquel comprometido, es la categoría del “encuentro”. Una categoría que atraviesa y supera la distinción entre derecha e izquierda y que permite ir directamente al corazón humano. ¿Como puede hoy la Iglesia alcanzar este “corazón”? Esta es la pregunta que se propone frente al espectáculo de las iglesias ocupadas solo por ancianos.
Respondiendo a ella, el Papa Francisco afirmó el 13 de septiembre del 2018: «La teología, de hecho, no puede ser abstracta -si fuera abstracta, sería ideología-, porque nace del conocimiento existencial, ¡nace del encuentro con el Verbo hecho carne! La teología esta llamada a comunicar lo concreto del Dios amor. Y ternura es un buen “existencial concreto”, para traducir en nuestro tiempo el afecto que el Señor tiene por nosotros. Hoy, en efecto, ponemos mucha menos atención al concepto y a la praxis, y mucha más al “sentir”. Puede no gustarnos, pero es un hecho: se parte de aquello que se siente. La teología no puede, ciertamente, reducirse a un sentimiento, pero tampoco puede ignorar que en muchas partes del mundo el acercamiento a las cuestiones vitales ya no inicia partiendo de las preguntas ultimas o de las exigencias sociales, sino de aquello que la persona advierte emotivamente».
El Papa hace aquí una afirmación de gran relevancia: «El acercamiento a las cuestiones vitales ya no inicia partiendo de las preguntas ultimas o de las exigencias sociales, sino de aquello que la persona advierte emotivamente». Como decir que la línea por la cual el cristianismo puede encontrarse con el mundo no es más la línea filosófica de los años 50’s, marcados por el existencialismo y por las preguntas del sentido de la vida, ni tampoco la línea política de los años 70’s, marcada por el compromiso militante e ideológico del marxismo, sino que encuentra su posibilidad en una sensibilidad nueva, propia del momento presente.
Este es un juicio histórico que motiva la insistencia con la que Francisco habla de la ternura de Dios. El hombre de hoy es, en su fragilidad, particularmente receptivo a la dimensión afectiva. En el “mundo sin vínculos”, en la sociedad líquida, el tema del sentido de la vida no representa la conclusión de un razonamiento lógico sino el resultado del descubrimiento de sentirse amados, apreciados. A esta responsabilidad “afectiva” están llamados in primis los presbíteros y los religiosos, hombre y mujeres. La Iglesias están vacías cuando los pastores en lugar de ser tales, son burócratas, funcionarios, empleados. El problema de la Iglesia de hoy en día es que con demasiada frecuencia carece de pastores, de personas que aman a Cristo y comparten la vida con aquellos que se les ha confiado. La secularización representa, desde este punto de vista, la excusa que esconde el vacío de fe y de ternura, la distancia entre las palabras, con frecuencia rimbombantes y melosas de las homilías, y la proximidad real capaz de saludos y de gestos. Ahí en donde el pastor es un hombre de Dios que se hace todo a todos ahí las iglesias se vuelven, milagrosamente, a llenar. El hombre de hoy, el joven de hoy, no ha perdido el sentido del amor divino.
(Original en el Osservatore Romano del 15 de Mayo del 2021.Traducción al español de Mons. Franco Coppola, nuncio apostólico en México)