Las cosas a su ritmo

La revista Huellas, de Comunión y Liberación, me pidió que contara «cómo “maduró” la elección» de vivir en las llamadas villas y «qué forma toma ahora allá en Santiago del Estero». El siguiente artículo espero que responda a estas preguntas. Lo público completo para quienes deseen leerlo, ya que el enlace a la revista sólo pueden abrirlo los suscriptores.

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(Alver Metalli). El 16 de febrero de 2007 entré por primera vez en una de esas que en Argentina llaman villas miseria para entrevistar al sacerdote José María di Paola. Enseguida noté, aparte de otras muchas cosas, que todos lo llamaban “padre Pepe” y así lo hice yo también desde ese momento. Aquel día vi por primera vez desde dentro, por decirlo brevemente, el mundo de los pobres, al que llevaba tanto tiempo dedicándome, desde 1979 con la insurrección sandinista en Nicaragua y el asesinato de monseñor Romero en el Salvador. Acabé yéndome a vivir a uno de esos lugares. Primero a la periferia de Buenos Aires, donde me quedé una década, y desde hace unos meses en una localidad algo alejada de la capital, La Banda, un barrio de Santiago del Estero lleno de villas de ese tipo, zonas rurales que antiguamente fueron latifundios, y auténticos barrios populares. Lo cuento con una serie de escenas rápidas –casi cinematográficas – a las que luego añadiré ciertas consideraciones igualmente breves.

La primera escena es una procesión la noche del 8 de diciembre del año que acabamos de despedir, fiesta de la Inmaculada. Empieza de noche, un recorrido de casi 60 kilómetros, desde un extremo del territorio de la nueva villa-parroquia hasta la sede principal. La gente salía de sus casas y se iba incorporando por grupos a la comitiva, cada vez más larga a medida que avanzaban los kilómetros. No iban con las manos vacías, sino que llevaban a los santos del lugar, la Virgen del Carmelo, la del Rosario, la de Guadalupe, san Cayetano, la Virgen de Itatí, la de Luján, la imagen de Mamá Antula, santa reciente de la región, y muchos otros santos y santas menos conocidos.

La primera parte de la procesión que se abría paso era la gente que iba a pie, tras ellos iba gente en moto, que es el medio de transporte más habitual en la zona, y el último segmento de la procesión eran hombres y mujeres a caballo. De vez en cuando alguno se encabritaba y había que amansarlo para que no hiciera daño a los caminantes. Resultaba un poco peligroso. Abreviando, lo que quiero decir es que la mayoría de los peregrinos que tenía ante mis ojos eran jóvenes. Cantaban, comían, bebían, festejaban y rezaban a Dios, Cristo, los santos y vírgenes, pidiendo al Miste-rio que todo lo mueve y lo dirige que bendijera sus vidas, los acompañara y protegiera frente a las adversidades. Con convicción, confianza y fe.

Hubo un tiempo en que yo era de los que pensaban que la religiosidad popular estaba condenada a un lento declive frente a una secularización galopante, que la llamada modernidad la acabaría reduciendo a mero ritual cada vez más vacío de sentido. Pero a lo largo de estos años he vuelto a creer, pues no es así, al menos en los lugares donde he vivido y vivo. La piedad popular, como prefirió llamarla Pablo VI a partir de un cierto momento, es la forma más inmediata que tiene la gente humilde de entablar relación con el Misterio, dialogando con Cristo a través de los santos y santas, sometiendo su propia vida a una presencia que reconoce benévola y providencial, hasta en las desgracias, que se soportan mejor en compañía de estas figuras de humanidad desbordante.

En un congreso sobre religiosidad popular celebrado el pasado diciembre en Córcega, el Papa hablaba de cierta «actitud elitista que considera que la religiosidad popular necesita purificación y control», mientras que en la encíclica sobre el Corazón de Jesús del 24 de octubre exhortaba a que «nadie se burle» de la religiosidad popular, llegando a preguntarse, por el contrario, «si no hay [en ella] más racionalidad, más verdad y más sabiduría».

Es justamente como dice el papa Francisco, que por otro lado tiene experiencia personal de lo que habla. Con mi pequeña experiencia, suscribo lo que dice. Cuando hay alguien que cuida de su pueblo, como el padre Pepe del que hablaba arriba, la religiosidad popular es algo vivo que crea unidad, comunidad, solidaridad, formas de ayuda mutua en las necesidades, incluso en lo que se refiere a las necesidades más básicas, como comer, beber y dormir. Por ejemplo, con casas de acogida para jóvenes con adicciones, que se han multiplicado en este tiempo, pasando de un puñado cuando llegué a más de doscientas en la actualidad.

Se reparten por toda Argentina, estrechamente vinculadas con la religiosidad popular y sus formas de expresión. En cada una de estas casas se libra una auténtica batalla entre la vida y la muerte para reconquistar relaciones destruidas por una necesidad compulsiva de conseguir dinero para comprar y consumir. Las primeras víctimas de esta degradación progresiva son los padres, la familia, los hijos. Y cuando por fin una de estas personas con drogodependencia se decide a entrar en una de estas casas –que se abren justamente para ellos– la situación que dejan atrás en ese momento es de aislamiento y rechazo.

Estas casas, que se llaman hogares, las hay de todo tipo y tamaño. Descubrí una en un convento de monjas carmelitas en la localidad de San Nicolás, situada 200 kilómetros al norte de Buenos Aires. Probablemente sea una de las últimas. Allí viven en estrecha convivencia con la clausura del convento unos veinte jóvenes, algunos con situaciones extremadamente graves a sus espaldas, homicidios incluso. Las cuatro monjas que viven en el monasterio han dividido el patio adyacente con una cuerda para dejar la mitad a sus huéspedes y todos los días abren la capilla del convento para que estos jóvenes puedan participar en la misa y en el canto de las vísperas en gregoriano. Esta sí que es una escena cinematográfica.

¿Qué tiene que ver don Giussani y su carisma con todo esto? Tengo que decir que todo lo que he contado aquí intento vivirlo con la conciencia que él despertó en mí, más aún –y lo digo no sin cierto pudor–, con algo de su mirada y de su inteligencia, que he tenido la fortuna de poder compartir con él. De tal modo que, en las villas, en las casas de desintoxicación, en los campos de Santiago del Estero, actual sede primada de Argentina, así como en los barrios populares de La Banda, trato de vivir un «amor a los hombres respetando su ritmo», como se lee en el último libro de Giussani, Una revolución de nosotros mismos.

Resuena a menudo en mis oídos los que decía el papa Francisco a todo el movimiento de Comunión y Liberación no hace mucho tiempo, y lo siento como una responsabilidad: «Os animo a encontrar los modos y los lenguajes para que el carisma que don Giussani os ha entregado alcance nuevas personas y nuevos ambientes, para que sepa hablar al mundo de hoy, que ha cambiado respecto a los inicios de vuestro movimiento».

[Las fotos de la galería muestran momentos y situaciones a los que se hace referencia en el mismo]