La honda de Pochoclo Bum Bum es implacable. No por nada tiene ese Bum Bum después del apodo. Persigue horneros rojos y picabueyes de plumas amarillas sin hacer muchas distinciones, y si encuentra un zorzal pecho manchado, su corazón empieza a latir con fuerza. Cuando ve uno de esos, Pochoclo Bum Bum se agazapa debajo del árbol con la cabeza levantada y no lo pierde de vista. Es inútil que el zorzal trate de esconderse. No hay follaje que lo cubra, no hay arbusto, no hay sauce llorón que pueda ocultar al pequeño animalito de su vista penetrante.
Pochoclo Bum Bum empuña la honda con arrogancia. Mira el mundo a través de los brazos separados de la horqueta, asombrado de que le obedezca al más mínimo gesto. Pochoclo Bum Bum apunta. Los ojos se entrecierran. Las dos fisuras encuadran al zorzal entre las hojas. Las puntas de los dedos palpan el rectángulo de cuero. El proyectil está allí, pero no lo dejará salir hasta que haya calculado la distancia y la trayectoria correcta. Las tiras de goma se tensan, el párpado derecho se cierra un poco más… el zorzal salta a la rama vecina y por un instante se pone a salvo. Pero los ojos de láser de Pochoclo Bum Bum no le dejan escapatoria. Antes de que el zorzal levante vuelo, parte la piedra. El proyectil cruza el aire hacia el objetivo dejando una estela de hojas rotas a su paso. El zorzal salta apenas a tiempo para evitar la piedra puntiaguda y se posa en una rama más distante. Pochoclo Bum Bum lo observa imperturbable. Busca en el bolsillo sin quitarle los ojos de encima y carga la honda con el nuevo proyectil. El zorzal aprovecha la tregua y vuela hasta un árbol de copa muy alta, donde la piedra no puede llegar.
Si tuviera un rifle de aire comprimido no se le hubiera escapado, piensa Pochoclo Bum Bum, renovando su propósito de comprar uno cuando sea grande y tenga un trabajo.
El zorzal se eleja saltando burlón. Pero no importa. El día es largo y la cacería puede comenzar de nuevo.