(Alver Metalli) El lunes por la mañana recorrí con mucha amargura los 30 kilómetros que separan el centro de Buenos Aires de la villa donde vivo, dándole vueltas en mi cabeza al resultado de la noche anterior, una noche de insomnio como para muchos argentinos. Pensaba y volvía a pensar, aunque no tanto en las razones del resultado electoral que ha llevado Milei a la presidencia. Es evidente que el hartazgo por una situación de deterioro prolongado hasta lo insoportable ha llevado a muchísima gente a elegir un camino oscuro. También se pueden añadir muchas otras consideraciones, pero, en el fondo, esa ha sido la fuerza impulsora fatal. O providencial, según el punto de vista.
Llegué a la villa pensando en todo esto, estacioné la camioneta y vi a un grupo de hombres que empuñando diversas herramientas estaban limpiando un terreno bastante sucio y descuidado. Habían comenzado a primera hora de la mañana a sacar piedras, barrer, rastrillar basura para hacer más sano y acogedor el pequeño espacio, ocupados en un trabajo que no tenían obligación de hacer, y menos en un día feriado – aquí el 20 de noviembre se celebra el Día de la Soberanía Nacional -, con el estado de ánimo en el que sin duda se encontraban. Y a pesar de todo allí estaban, trabajando, y no cobraban nada por hacerlo. A uno le pedí que me mostrara la mano, porque mientras hablaba con él había notado una pequeña llaga en la palma (foto), y después supe que se la había provocado la pala que usaba para nivelar un montículo de tierra
No muy lejos de ese terreno hay una cocina con una puerta donde todos los días la gente se reúne para recibir un plato de comida caliente. A poca distancia se puede ver un patio que siempre se llena de niños. Y un poco más allá, una canchita de fútbol y otra de básquet que a todas horas están ocupadas por adolescente ruidosos. Algunos de ellos, 6 o 7 me dijeron, esa mañana temprano, antes de que los hombres llegaran a trabajar, se encontraron para ir a jugar contra el equipo de béisbol de otro barrio marginal de la capital que vino junto con su profesor, un muchacho que conozco y que no tiene precisamente el físico de un atleta.
No pude evitar pensar que el trabajo de aquellos hombres para mejorar un pedacito de hábitat que trasciende el mínimo vital de sus villas era también una respuesta a las adversidades del momento político, cuyas consecuencias van a sufrir algunos de ellos. Lo mismo que ese profesor encorvado que, no sé cómo, ha superado rápidamente la amargura del resultado se arremangó y mantuvo el compromiso que tenía con sus alumnos.
A ese pensamiento se le sumó otro, sobre por qué lo hacían, los hombres rehabilitando un espacio común, el profesor de béisbol llevando a un grupo de una villa a otra para jugar un partido. Evidentemente, alguien les enseñó a actuar de esa manera. Sé que es así. No es la primera vez que hombres que tienen sus propios problemas en casa se ocupan de cosas que no son suyas. Lo han hecho antes en muchas otras oportunidades. Construyeron comedores, capillas, limpiaron aceras, reconstruyeron techos que se habían derrumbado. Todo mezclado con misas y procesiones. De este modo, se han inclinado a una solidaridad que de ninguna manera es espontánea, ni siquiera entre los pobres.
Con estas pocas líneas quiero decir que, inesperadamente, he visto una respuesta a la debacle de la noche anterior, porque para mí ha sido eso, una derrota; es más, todavía llevo la decepción estampada en la cara. Pero ya no es la misma derrota.