Cardenal Dri: “No tengáis miedo de perdonar”

Acabo de enterarme de que el padre Luis Dri (en la foto) será uno de los nuevos cardenales que creará el Papa. Una elección sorprendente, al estilo Francisco. Una buena elección. Lo digo con razón porque lo atendí para escribir un libro con él y Andrea Tornielli. Aprovecho la ocasión para señalarlo. Realmente vale la pena leerlo, se ve toda su humanidad de confesor. El Papa, como “impulsor oculto” del libro, escribió la introducción, que reproduzco a continuación. En 2015 el libro fue publicado en italiano por Rai-Eri con el título Non avere paura di perdonare, y en español por la editorial San Paolo con el título No tengáis miedo de perdonar.

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El confesonario, vientre de misericordia que regenera el mundo

(Francisco) Ya he contado muchas veces y en diferentes oportunidades la respuesta que me dio el padre Luis Dri cuando yo era arzobispo de la otra diócesis, en Buenos Aires. Le había preguntado qué hacía cuando salía del confesonario donde había pasado muchas horas del día y sentía escrúpulos por haber perdonado demasiado. Me dijo que iba delante del Sagrario, delante del Santísimo, y le pedía perdón por haber perdonado tanto, y terminaba diciéndole a Jesús: «¡Pero fuiste vos el que me dio mal ejemplo!» Algo parecido decía san Leopoldo Mandic’, el gran santo capuchino, del que no por casualidad el padre Dri fue siempre muy devoto. Sus palabras me habían impresionado y por eso siempre vuelvo a contarlas, porque nos hablan de una actitud que hoy hace más falta que nunca.

El penitente que llama a la puerta de nuestros confesonarios puede haber llegado hasta el abrazo misericordioso de Dios por innumerables caminos. Puede ser un fiel que se acerca habitualmente al sacramento de la reconciliación o alguien que viene por alguna circunstancia excepcional. Puede haber entrado a la iglesia por casualidad – aunque en los planes de Dios nada es casualidad – o ese gesto puede ser la etapa final de un camino de mucho sufrimiento. Cualquiera haya sido la razón, cuando una mujer, un hombre, un joven o una persona anciana se acercan al confesonario, hay que hacerle sentir el abrazo misericordioso de nuestro Dios. Un Dios que nos precede, nos espera y nos acoge.  Exactamente como le ocurrió al Hijo Pródigo, que volvió a su casa después de dilapidar en poco tiempo las riquezas que le había exigido a su padre. Había tocado fondo, hizo un esfuerzo y volvió a casa. El padre misericordioso estaba allí, mirando siempre el horizonte. Estaba allí esperándolo con los brazos abiertos. Y cuando el Hijo Pródigo empezó a hablar, a acusarse de su pecado, el padre casi no lo dejó terminar, sino que lo abrazó, lo recibió de nuevo como hijo y lo restituyó como hermano a su otro hijo. No lo mandó a trabajar con los siervos. Le devolvió la plena dignidad de hijo.

Cada vez que un penitente se acerca, abre la puerta del confesonario o se arrodilla delante de la rejilla, o se sienta al lado nuestro para vivir la experiencia de la reconciliación, cualquiera sea su historia, cualesquiera sean las motivaciones que lo han impulsado, cualquiera sea la carga de pecado que lleva sobre sus hombros, los sacerdotes debemos pensar en la actitud del Padre del Hijo Pródigo. Es hermoso que el padre Luis Dri tenga en el confesonario una reproducción del cuadro de Rembrandt que representa la escena del abrazo entre el Padre y el Hijo Pródigo. La recortó y la colgó en la pared, nos cuenta, «bien a la vista del que viene a confesarse». El padre Luis nos recuerda que probablemente el detalle más notable de esta pintura son las manos del Padre Misericordioso, que no son idénticas entre sí: una mano, la izquierda, es masculina, y la otra es más femenina. La misericordia, como la compasión, esa conmoción visceral que siente Jesús en muchas páginas del Evangelio, tiene características tanto paternas como maternas. La misericordia es el amor materno visceral, que se conmueve ante la fragilidad de su criatura y la abraza, y en su aspecto masculino es la fidelidad fuerte del Padre que siempre sostiene, perdona y vuelve a poner en camino a sus hijos.

Y además, en ese cuadro el Padre misericordioso es ciego, «como si sus ojos se hubieran consumido esperando el regreso del hijo. Toda la atención del padre está concentrada el hijo, todo lo que lo rodea y emerge de la oscuridad participa de su tensión amorosa por el hijo. La barba del padre no está prolija, como si la espera del hijo hubiera dejado en segundo plano el cuidado personal» acostumbrado. Sigue diciendo el padre Luis: «Cuando percibo cierta reticencia en el que viene a confesarse, cierto miedo porque hizo “algo gordo” y uno puede suponer que está pensando “¿Dios me puede perdonar?”, yo le digo: “¡Mira eso! Dios te abraza como ese padre, Dios te quiere, Dios te ama, Dios camina contigo, Dios ha venido a perdonar, no a castigar, ha dejado el Cielo para estar con nosotros. Hasta el fin de los tiempos. ¿Cómo podemos tener miedo de que no nos perdone?”».

Me ha impresionado también el gesto del padre Luis cada vez que recibe a un penitente, durante las largas horas que pasa en el confesonario. «Lo primero que hago», cuenta, «es tomarle la mano y besarla. Para que se sienta acogido y libre para expresarse, para hablar, bien dispuesto. […] Tanto si están limpias, como las manos del que acaba de lavarse, como si están sucias, como las de tantos peregrinos que vienen sin preocuparse demasiado por su aspecto, a lo mejor cuando terminan de hacer algún trabajo no demasiado higiénico».

Nunca podemos correr el riesgo de apagar eso que la gracia de Dios ha comenzado, eso que ha conmovido el corazón de las mujeres y los hombres que se acercan al sacramento de la reconciliación. Mirando a María, nuestra Madre, recordemos siempre que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de las personas es la ternura de Dios. Lo que encanta y atrae, lo que doblega y vence, lo que abre y suelta las cadenas, lo que libera, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia. Ser abrazados, estar delante de Dios Misericordioso que se hace cercano a través del sacerdote, convierte el confesonario en un seno materno, en una casa para nosotros, pobres pecadores, que nos sentimos huérfanos y desheredados. El abrazo misericordioso del Padre, la dulce mirada de María, nuestra Madre, la disponibilidad de un sacerdote, que ha experimentado antes él mismo la misericordia de Dios como un bálsamo para sus miserias, como un ungüento para sus heridas, hacen que el confesonario no sea un tribunal o un consultorio médico, sino un seno materno.

Llegar a ser un buen confesor no es el resultado de una carrera profesional. Para ser buenos confesores primero debemos reconocernos pecadores nosotros mismos, y pedir nosotros primero ser acogidos, levantados, perdonados, inundados de misericordia. Ser nosotros los primeros en dejarnos mirar por Jesús y por María. Ser nosotros los primeros en pedirles que nos cubran con su manto. Ser nosotros los primeros capaces de llorar, por nuestros pecados y también por los pecados del que se confiesa. Cuando un sacerdote hace eso, es un buen sacerdote porque es un buen hijo, se reconoce como hijo. Y para ser un buen padre primero hay que ser un buen hijo. Así podemos decirle a nuestro Padre: “Yo también he sido alcanzado por tu misericordia, te pido que me ames como a uno de los hijos más humildes de tu pueblo, que pueda saciar con tu pan a los que tienen hambre de Ti y acoger con tu abrazo a los que llaman a mi puerta, para ser instrumento de tu misericordia infinita”.

El padre Luis Dri cuenta en una página de este libro: «Si alguien llega hasta el confesonario, ¿por qué viene? Viene porque cree que está haciendo cosas que no están bien […] Si se da cuenta de eso, aunque sea tímidamente, solo con un chispazo de conciencia, ya significa que quisiera cambiar de camino. Entonces yo, confesor, como mensajero de la misericordia, debo ayudarlo a encontrar esa misericordia, a encontrar ese perdón, aunque él no tenga demasiado claro lo que está pidiendo».  Dios nos alcanza con su gracia utilizando cualquier resquicio por pequeño que sea. Nos corresponde a los confesores no apagar esa llamita que humea. Nos corresponde a nosotros tomarnos de lo que sea posible para perdonar.

San Leopoldo Mandic’, el santo en el que se inspira el padre Luis, repetía que «la misericordia de Dios supera cualquier expectativa nuestra». Estas palabras también han impresionado profundamente al padre Luis, su hermano en la orden de los frailes capuchinos, quien ha visto en ellas un ideal, un horizonte para su futuro ministerio de confesor: «Me impresionaba» afirma, «como un ideal para el futuro, para mi futuro: sembrar bondad, misericordia, amor». «San Leopoldo estaba convencido – y lo decía – de que Dios prefiere “el defecto que lleva a la humillación antes que la perfección orgullosa” que convence falsamente a la persona de que es irreprensible y anula el deseo de convertirse». Cómo no recordar aquí las palabras del siervo de Dios y mi predecesor Juan Pablo I, que en la audiencia general del 6 de septiembre de 1978 dijo: «El Señor ama tanto la humildad que, a veces, permite los pecados graves. ¿Para qué? Para que aquellos que han cometido estos pecados, después de arrepentirse sean siempre humildes. No dan ganas de creerse semi-santos o semi-ángeles cuando uno sabe que ha cometido faltas graves. El Señor nos ha recomendado que seamos humildes. Incluso si han hecho grandes cosas, ustedes digan: somos siervos inútiles. Pero la tendencia en todos nosotros es más bien lo contrario, es hacer alarde. Ser pequeños, muy pequeños, esa es la virtud cristiana que debemos practicar todos».

San Leopoldo Mandic tenía la costumbre de decirle al penitente: «Tenga fe, tenga confianza y no tenga miedo. Mire, yo también soy un pecador como usted. Si el Señor no me pusiera una mano sobre la cabeza, haría lo mismo que usted o cosas peores que usted». Y pocos días antes de morir, este gran santo confesor admitió: «Hace más de cincuenta años que confieso y no me remuerde la conciencia por todas las veces que di la absolución, pero lamento las tres o cuatro veces que no pude darla. Tal vez no hice todo lo posible para despertar en el penitente la disposición necesaria».

Tenemos ante nuestros ojos el luminoso testimonio de estos santos. Pero también tenemos el testimonio de tantos buenos sacerdotes y religiosos que diariamente, en el anonimato, abren las puertas de las iglesias y de los confesonarios, acogen, escuchan, levantan la mano para bendecir dispensando misericordia y perdón a la humanidad herida de nuestro tiempo. Somos conscientes de que el perdón acerca y hace sentir al otro como próximo, haciendo posible una solidaridad que de otro modo es muy difícil. «Donde hay misericordia», afirma el padre Luis, «hay rechazo del egoísmo, de la afirmación de uno mismo, hay una barrera contra la difusión de la intolerancia y la violencia, pero también hay un principio activo de reconciliación. La misericordia acepta que no soy yo, sino que es otro el principio que ordena el mundo. La misericordia comienza cuando Dios hace ser al hombre y tiene misericordia de él, y continúa con el hombre que imita el comportamiento del Señor porque experimenta en sí mismo los beneficios que esta tiene, incluso para su vida colectiva, organizada en sociedad. En este sentido la misericordia es una actitud profundamente social».

Sí, es una actitud que tiene consecuencias sociales. Y si bien es cierto que vivimos tiempos difíciles – eso que en muchas oportunidades he llamado “una guerra en pedazos” – si bien es cierto que vivimos tiempos de terror y de miedo por la violencia ciega que parece completamente inhumana, también es cierto que los ejemplos positivos, gracias a Dios, no faltan. Cada signo de amistad, cada barrera que cae, cada mano que se tiende, cada reconciliación, aunque no sea noticia, está destinada a actuar en el tejido social. Ya sea el de nuestras familias, el de nuestros barrios, el de nuestras ciudades, el de nuestras naciones o el de las relaciones entre los Estados. Ese río en creciente de odio y violencia – no lo olvidemos nunca, por favor – nada puede contra el océano de misericordia que inunda nuestro mundo. Sumerjámonos en ese océano y dejémonos regenerar. Permitamos que Dios obre en nosotros, pidámosle que venza nuestra indiferencia y que nos haga capaces de sentir compasión, de compartir, de ser solidarios y también de derramar lágrimas, para poner nuestra mejilla sobre la mejilla del que sufre en el cuerpo y en el espíritu. Para ser pequeños y humildes instrumentos en las manos del Señor y ayudarlo a construir según sus designios un mundo más justo y más fraterno.

Deseo de corazón que estas páginas, el relato de la vida sencilla y la experiencia del padre Luis, puedan ayudar espiritualmente al que las lea y tal vez mover el corazón de alguno hacia el abrazo misericordioso de Dios.