El siguiente capítulo, al igual que el anteriormente publicado, “Misericordia a baldazos”, también está extraído del libro “No tengan miedo de perdonar”. Y como éstos, lo proponemos -al igual que el Papa Francisco- para la meditación cuaresmal de los lectores.
***
(Alver Metalli-Andrea Tornielli) Un confesonario contiene todo el mundo, porque allí entra toda la humanidad que lo compone. Como dije antes, se puede decir muy bien que el confesonario es un lugar de misión. Es como ir a tierras desconocidas a evangelizar, a anunciar la redención de Cristo y su misericordia por el hombre donde todavía no lo conocen. A un confesonario entra mucho dolor, mucho sufrimiento, mucha necesidad de ser escuchado, de compartir situaciones que no se pueden soportar en soledad, mucho deseo de ser perdonado.
Es grandiosa la obra que Dios realiza en los peregrinos que llegan al Santuario de Pompeya. He confesado jóvenes y adultos que habían asesinado. Uno me dijo que no había matado en defensa propia, que lo había hecho para robar. Estaba trastornado, arrepentido del acto terrible que había cometido. Cuando vino a verme traía una Biblia en la mano y me rogó que lo ayudara a salir de esa situación; me dijo que quería cambiar.
Me han tocado varios casos de personas que habían matado. No creían que Dios los pudiera perdonar. «¿Realmente me puede perdonar?» En esos casos yo les contesto que sí. Lo digo con toda el alma, fuerte, con toda claridad. Dios se hizo hombre para estar con nosotros y vino para perdonar, para amar, para abrazar, se encarnó para caminar con nosotros. El perdón de Dios es una fuerza de amor que nos concede el dolor por el mal que hemos cometido, un dolor que va mucho más allá del sentimiento natural de disgusto por lo que hicimos, aunque sea horrible, y también la voluntad para repararlo y enderezar la vida.
Muchas mamás han venido con el dolor de haber abandonado a sus hijos. Incluso cuando ya pasaron muchos años. Por distintas razones: porque habían perdido el trabajo y no sabían qué hacer para darles de comer, o porque las había abandonado el marido, o por ambas razones al mismo tiempo. Hay mujeres que vienen a verme después de mucho tiempo con ese peso; no pueden borrar lo que hicieron, abandonaron a sus hijos pequeños que después crecieron con los abuelos o los tíos. Piden perdón, tratan de justificarse por la necesidad, pero siempre con un gran dolor del que no pueden liberarse. Son madres que saben que han cometido un crimen y eso les ha amargado la vida, aunque den explicaciones y más explicaciones sobre las razones que tuvieron.
Los abortos pesan muchísimo en la vida de una mujer. Hay mujeres que se acercan al confesonario después de muchos años y uno se da cuenta de que no lo pueden superar. Cuando lo hicieron siendo jóvenes, me dicen: «Padre, no sabía lo que estaba haciendo. Ahora entiendo que he matado a mi hijo». Con los años tuvieron otros hijos, ven su belleza, los tienen cerca, los miran crecer, y piensan en el que no quisieron. Es duro. Sobre todo cuando hubo más de un aborto. Recuerdo una mujer que había hecho seis, y otra cinco. A veces tratan de minimizarlo, como si no hubiera pasado nada irreparable; pero no es así, lo saben muy bien dentro de ellas mismas, aunque la naturaleza humana se defiende del dolor tratando de encapsularlo y empujarlo al pasado, para que sea más fácil olvidarlo.
La mayoría de las veces la decisión de abortar no fue de ellas. Muchas veces los padres las obligan. Estaba de novia, tuvo relaciones, quedó embarazada… «¿qué va a decir la gente?, ¿qué van a pensar los amigos?». Y la familia empieza a presionar para que aborte. Aunque la chica no quiere o tiene dudas. La presionan hasta que no le queda ninguna salida. Muchas veces los padres son los verdaderos culpables de los abortos. O el novio, que paga la operación para que no se sepa nada, para que no lo sepa su familia ni la de ella. Hacen todo en forma clandestina y él, con tal de sacarse el problema de encima, no duda en poner el dinero para pagarle al que hace el aborto. Otras veces es la misma chica la que decide no continuar el embarazo, porque se encuentra en una situación económica difícil, porque se ha quedado sin trabajo o no tienen trabajo ninguno de los dos y tampoco encuentran, o el que tienen es precario. Otra razón frecuente que lleva a abortar a una mujer son las tensiones con el compañero, el novio o el marido. Ella está convencida de que la relación no va a durar y tiene miedo de quedarse sola con el hijo, o bien está tan resentida con él que no quiere darle el hijo que tal vez desearía tener.
Las escucho, las miro y comprendo que es duro, que para ellas es muy doloroso lo que han venido a confesar. ¿Cómo se puede tomar a la ligera el perdón de Dios? Con estas mujeres hablo de figuras de la Biblia a las que Jesús ha perdonado. María Magdalena, la adúltera, la viuda de Naín. O Zaqueo, el hijo pródigo o el ladrón arrepentido. Durante toda su vida hicieron cosas horribles y Jesús los ha perdonado por una sola palabra de arrepentimiento, por una pequeña rendija de fe que se abrió a último momento, ¿y no te va a perdonar a ti también? Si en aquel momento hubieras tenido el conocimiento y la conciencia que tienes hoy, cuando vienes a confesarte por lo que hiciste hace tanto tiempo, no cometerías el mismo error; por lo tanto, no se puede juzgar lo que hiciste ayer con el criterio y el sentimiento cristiano que tienes ahora. A ellas también les digo que Dios las abraza, que Dios desea su bien, que las ama y camina con ellas. Que ha venido a perdonar, no a castigar, que ha venido para estar con nosotros, que ha dejado el cielo para compartir nuestra condición de hombres que se equivocan. Entonces ¿cómo podemos tener miedo? Me parece casi un absurdo, una falta de conocimiento, una idea equivocada de nuestro Padre Dios.
Gracias a Dios, el confesonario también es un lugar de vida. En realidad siempre lo es, porque el perdón regenera, hace nacer algo nuevo que antes no existía. Pero también es un lugar de vida cuando una chica toma conciencia de que es muy malo lo que está pensando hacer y no lo hace. He tenido casos de jóvenes que vinieron diciendo que querían abortar y después no lo hicieron. Y a veces contra la opinión de sus padres. “Que ellos piensen lo que quieran, pero yo quiero tener a mi hijo, quiero ser madre, quiero verlo crecer y ayudarlo a ser feliz”. «Lo quiero y quiero que viva».
Hay muchos homosexuales que vienen al confesonario. Tanto hombres como mujeres. A veces tienen conciencia clara del pecado, otras no, y preguntan por qué no está bien lo que hacen. Muchos vienen repitiendo siempre las mismas cosas. Es evidente que no están tranquilos, que quisieran cambiar. Yo les aconsejo que eviten las ocasiones de pecado, aquellas circunstancias que hacen más débil la debilidad que están reconociendo. Otra cosa no puedo hacer, no tengo cómo ir más allá.
A veces vienen jóvenes que dicen: «Padre, hoy quiero confesar algo que nunca tuve el valor de decir. Tuve la oportunidad pero no lo hice». Yo los aliento y les digo: «Tómate todo el tiempo que quieras, yo no tengo apuro, pero confiésate, descarga en las manos de Dios todos el peso que llevas en tu mochila, vacíala delante de Él y verás que sales aliviado del confesonario». Y así ocurre.
“¿Algo más?”.
“No padre”.
“¿Cómo te sientes?”.
“Puedo respirar”.
Una verdadera experiencia de liberación.