Publico el último capítulo de No tengan miedo de perdonar que salió en español por la editorial San Pablo en 2016. Lo escribí con Andrea Tornielli en conversación con el sacerdote capuchino Luis Dri, varias veces nombrado por Bergoglio tras su elección como Papa. Por una sola razón. La de haber pasado toda su vida en el confesionario. Hoy tiene 95 años y sigue confesando todos los días en una basílica de Buenos Aires. Su vida es un torbellino, sin haber salido nunca del confesionario. Lo menciona en el último capítulo, el que he elegido para reproducir en esta atormentada Cuaresma 2022: “De pastor de vacas a confesor del Papa”. Los que quieran leer el libro completo, lo pueden encontrar en las librerías online.
(Luís Dri) Empecé las reflexiones de este libro sobre la confesión y mi vida de confesor el día que la liturgia celebra la fiesta de san Juan Bautista, el precursor fiel que dio la vida por Jesús. Las termino el día de María Magdalena, que recientemente el Papa Francisco elevó de memoria obligatoria al grado de fiesta. El Papa tomó esta decisión «para significar la relevancia de esta mujer que mostró un gran amor a Cristo y fue tan amada por Cristo», explicó uno de sus colaboradores.
María Magdalena, sea ella quien fuere, si la prostituta que afirma la tradición más consolidada de la Iglesia o la empleada doméstica de la casa de un fariseo de buena posición es la mujer que lava y seca los pies de Jesús con sus lágrimas. María Magdalena aparece en el momento en que Jesús da a conocer públicamente la misión que le ha confiado el Padre, y lo acompaña – como testimonian los Evangelios – en el final de su vida, cuando camina hacia el Calvario y ella lo observa desde lejos. Después está presente mientras José de Arimatea coloca el cuerpo de Jesús en el sepulcro y luego lo cierra con una piedra. Pasado el sábado, la mañana del primer día de la semana – dice el capítulo 20 del Evangelio de Juan – vuelve al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, en un momento, parece decir el texto, en que el día no ha comenzado aún y la noche todavía no ha terminado. Es la primera que ve el sepulcro vacío y lo comunica a los demás, que corren a constatarlo. Tal vez porque no confían completamente en las palabras de una mujer que tiene un perfil público, podríamos decir. O tal vez porque es algo tan inverosímil que quieren verlo con sus propios ojos. Cuando se comprueba que María Magdalena tiene razón, los hombres se van a su casa. Ella no, ella se queda en el lugar y llora.
San Agustín comenta que cuanto más esperaba tanto más ardiente era su amor, su deseo de encontrarse con el amor de su vida. Cuando descubre la presencia de los ángeles, les dice que no sabe dónde han puesto el cuerpo del Señor. Y al darse vuelta ve a Jesús, pero no lo reconoce, piensa que es el jardinero o el cuidador del huerto, y cuando él le pregunta por qué está llorando y a quién está buscando, ella le responde «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Un pedido más que sensato considerando lo que había ocurrido. Jesús primero se dirige a ella en forma genérica – le dice «mujer» – y después la llama por su nombre, María, y ella lo reconoce: «¡Maestro!».
Varios artistas de la tradición pictórica cristiana han representado a María Magdalena como si fuera la figura femenina especular de la masculina de Juan el Bautista. Por lo general también se la representa con vestidos semejantes a los del Bautista, o bien cubierta solo por sus cabellos.
Entre la fiesta litúrgica del Bautista y la de María Magdalena he tratado de contar, de la mejor manera posible, algo de mi vida, que en buena parte transcurrió dentro de un confesonario. Dios sabrá qué hacer con este esfuerzo que me convencieron que hiciera, porque tiene la certeza – quien me lo pidió – de que puede ayudar a comprender el valor de la confesión en este año que el Papa Francisco ha dedicado a la misericordia, para que se la viva con mayor consciencia.
Las cosas que he contado, todas, son un regalo que el Señor le hizo a mi vida a partir de un determinado momento, cuando me llamó a recorrer el camino de la vocación religiosa. Puedo repetir con el profeta Amós en el capítulo 7: «Yo no soy profeta ni hijo de profetas, sino pastor y cultivador de higos». En realidad, yo fui otra cosa en mi juventud. Fui cuidador de vacas, de cerdos y de ovejas en la provincia argentina donde nací y crecí. Pero de todos modos, fue el Señor quien hizo todo, fue él quien se manifestó ampliamente en mi vida. Por eso me pareció providencial que las primeras frases de este libro comenzaran bajo el signo del Bautista, porque el protagonismo no puede ser del que sigue o precede, y menos yo, que soy un pobre fraile sin grandes méritos para exhibir ante el mundo. Y que terminen con María Magdalena, conquistada por la misericordia del Señor, más fuerte que la atracción de su propio pecado.
La misericordia es un mensaje de vida y de amor, sin el cual el mundo se hunde en la tristeza y la violencia.